21 may 2014

Quillabamba - 8 La huelga del placer

La huelga de placer

Porque vende su cuerpo,
porque no pertenece a “nosotros”,
porque tu las desprecias,
y te avergüenzas de ellas,
yo les tengo piedad a las putas.
Porque ellas me dieron,
mis primeros placeres primarios,
porque me han enseñado
los secretos del sexo,
les tengo respeto.
Porque ellas han sido,
mis primeras amigas sinceras,
porque me hice hombre con ellas
con mi virtud intacta,
yo quiero a las putas.
Porque yo sé que sufren,
porque sé que están solas,
porque sueñan un hijo,
un hogar, un amor y respeto,
yo amo a las putas…
(¿Quién lanza la primera piedra…?)

- ¿Tienes plata?
- Tengo un billete de 50 pero nadie quiere cambiarlo, no tienen sencillo.
- ¡Pendejo!  Hace una semana que nos tienes invitándote con el cuento del billete.
- ¡Es verdad!  Cuando venga el dinero a los bancos yo los voy a invitar. Y tú, ¿tienes plata?
- Tengo cinco soles.
- Entonces a ti te toca invitarnos un café, vamos a “La Esquina”.
Dos semanas sin comunicación con el Cuzco. 
En noviembre de 1964, Quillabamba estaba aislada por culpa de los derrumbes y crecidas de los ríos ocasionadas por las fuertes lluvias.  Había una terrible escasez de moneda circulante.  Las amas de casa compraban a crédito en las tiendas y mercados.  Se generalizó el uso de “vales” (compromisos de pago) y de los “pagos con especies”.
Quillabamba era un pueblo muy pegado a la antigua y la Reforma Agraria había traído un buen número de gente nueva, profesionales y técnicos de los ministerios, del Cuerpo de Paz,  de Cooperación Popular, los policías y los militares,  jóvenes en su mayoría, con costumbres citadinas, modernas, para el escándalo de los viejos y entusiasmo de las chicas casaderas.
Los viernes en la tarde regresábamos a la ciudad un buen grupo de ingenieros, abogados y técnicos, después de unos días de agotador trabajo de campo.
Después de un buen baño, salíamos a la calle en busca de acción.  Reuniones en el café y en el parque paseos con las chicas del pueblo,  a jugar ping pong, sapo, billar, ajedrez, la cena en restaurantes y clubes, eventuales fiestas, serenatas bajo los balcones, cine…
A las 10 de la noche, el pueblo dormía, pero nosotros estábamos con todo el entusiasmo de la juventud.  Al pasar por el parque un grupo de jóvenes del pueblo, nos provocaba pelea silbándonos como a maricones, nosotros en coro, alzando la voz, les cantábamos:
“”que somos los buenos muchachos,
alegres y borrachos,
y aquel que diga que nó…
¡la puta que lo parió…!
Atemorizados, nos dejaban pasar en silencio, rumbo a la cantina “Mi Casa”, donde llegábamos a refrescar nuestra noche con unas cervezas heladas.
A las 11 de la noche cerraban los bares y el único lugar abierto era el burdel.  Lo conocíamos como “El Hueco”.  Quedaba a poca distancia de la ciudad, al borde del río y se llegaba a el atravesando un hueco en un viejo muro.  La regenta, la tía Imelda nos recibía con los brazos abiertos.


-“¡Niñas, al salóoon…!” – era el grito de guerra, y de los cuartitos empezaban a salir las damitas pintadas para ofrecernos sus servicios.
- Madam, no tenemos efectivo – le hacíamos saber.
- Lo sé, ahora todos tienen los bolsillos vacíos, pero los conocidos pueden firmar vales.
Curiosa forma de transar.  Papelitos cuadrados con notas como estas:
“Vale por 10 soles por servicios de La Chata”; “Vale por 24 soles por una caja de cerveza”; “Vale por 30 soles por servicio completo con corneta de La Chuncha”; “Vale de 25 soles por servicio con poses de La Tumbagorila”…  Todos con fecha y firma del cliente.
Lo más curioso era ver entrar a muchachos, parroquianos, con una gallina cloqueando bajo el brazo, o con una bolsa de huevos, o con una canasta llena de fruta.  Eran los que pagaban con especies.
El ambiente en El Hueco era muy especial.  La “mami” nos quería, eramos los foráneos alegres y gastadores que daban vida a su negocio. 
A veces, los jóvenes del pueblo se sentían heridos por las preferencia que nos tenían las chicas, y nos provocaban pelea.  La “mamí” como le decían sus “niñas”, o “la tía” como le decíamos nosotros, tenía mano dura y los ponía en su sitio amenazándolos con no dejarlos ingresar más a su local.  Otras veces, cuando algún parroquiano se ponía muy difícil o no quería pagar, llamaba al “pequeño Pipo”, su ayudante de 2 metros que tenía tanto de músculos como tan poco de cerebro,  y éste levantaba en vilo al indeseable y lo sacaba del local.
“¡Pipo, cámbiame el balde!” , “¡Pipo, un rollo de papel higiénico; apúrate, pues!” ¡Pipo, cámbiame en sencillo!” Esas eran las tareas de Pipo además de guardaespaldas.
Cuando llegábamos, escogíamos a una chica (o ella nos escogía) y trabábamos conversación con ella.  Hablábamos de cosas triviales, como si fuéramos viejos amigos.  Algunos les hacían conocer sus problemas personales y recibían sus consejos, a veces se hablaba  de la política local o de personajes del pueblo.  “Si sabía que el cura Manuel había querido convertirla, que el alcalde tenía una querida en Santa María, que si había visto la película ayer, que si sabía como la fulana y el fulano se veían a escondidas de sus padres”… 
Nosotros y ellas éramos trabajadores que cumplíamos nuestras obligaciones sin problemas, sin complejos.  Ellas eran muestras amigas, maestras, consejeras, sicólogas, que soportaban además de nuestros cuerpos, nuestra catarsis semanal.
Pero ese viernes casi nos quedamos sin putas. Se iban a declarar en huelga de piernas cerradas.
A las 10 de la mañana, ingresó un curioso grupo al pueblo.
La tía Imelda acompañada de Pipo “el pequeño”.  Unos pasos atrás, en cuatro filas de tres, sus trabajadoras sociales, las “niñas”, todos en perfecta formación y con una sonrisa de determinación en el rostro.  Caminaron unas diez cuadras hasta la oficina y en el camino se fueron acoplando al grupo chiquillos traviesos y hombres sonrientes, mientras las mujeres salían de sus casas, asombradas, a ver el curioso espectáculo.
- ¡Clarisa, qué buen culo! – gritaba una voz anónima escondida tras el grupo, y Clarisa, reconociendo la voz, sin perder el paso, contestaba en alta voz, como para que la escuche medio pueblo:
- ¡Hola, Jacinto, ¿cuándo regresas?!  Te lo voy a hacer rico, esta vez si vas a poder ¡anímate!
Era un duelo picante entre acompañantes y el grupo.  La gente reía a carcajadas, así, durante las diez largas cuadras hasta la oficina.
La oficina del jefe estaba en el segundo piso.  Cuando llegaron, la tía Imelda se plantó frente a la ventana con las piernas abiertas y alzando la cabeza y haciendo bocina con las manos, gritó a todo pulmón:
¡Benjamiiiiin!  ¡Sal a la ventana!
El ingeniero, al oír el barullo salió a la ventana y se dio con el jocoso y comprometedor espectáculo: Una manifestación de putas rodeada por medio pueblo celebrando el jocoso acontecimiento.
- ¡Sube, carajo, sube..! –gritó, y dirigiéndose a la secretaria: - Doris, haz que la hagan pasar y que suba inmediatamente.
Doris hizo pasar a Imelda al despacho del ingeniero Benjamín, mientras que las doce pintarrajeadas “niñas” quedaron esperando en la calle.
- ¡Hola, Benjamín, soy Imelda, la regente del…!
- Se quién eres. ¿cómo sabes mi nombre?
- En mi establecimiento todo se sabe, nadie guarda secretos.
- Bueno, y que es lo que quieres.
En ese momento se empezó a escuchar un coro repetido de “las niñas”:
- ¡Queremos que nos paguen… queremos que nos paguen…!
- ¿Escuchas? Eso es lo que queremos.  Que tu gente nos pague lo que nos debe. 
- ¿Y yo que mierda tengo que ver con ellos?  A mí no me importa que culéen donde sea. Eso es cosa de ellos.
- Mira Benjamín, deberías estarnos agradecido.  Si no estuviéramos nosotros tus ingenieritos se estarían culeándose a todas las chicas del pueblo.  Además sabemos que esta es la única oficina de Quillabamba que tiene efectivo en su caja fuerte.
- Ese dinero es para otra cosa.  Además me han comunicado que en cualquier momento dan paso por la carretera y se va a regularizar la situación en la ciudad.
- Ese cuento nos lo vienen haciendo hace tiempo.  Ya no tenemos para levantar la olla y las mujeres del mercado no nos quieren dar crédito. 
El ingeniero Benjamín pensativo, se mordía los labios y rascaba la cabeza en un gesto habitual cuando estaba preocupado.  Las “niñas”, abajo, proseguían con sus gritos: - ¡Queremos que nos paguen, queremos que nos paguen…!
- Mira Benjamín, si no nos pagan, Pipo el pequeño trae unas pancartas que pasearemos por el pueblo.  Son solo copias de los vales: “De la Sota, 2 servicios completos, S/. 60; Martínez, 2 servicios simples; S/. 40, Távara, 3 cajas de cerveza, S/. 72…”
-¡Basta, ya entendí, cállate! ¡Doris, ven de inmediato!
Entró la secretaria asustada por los gritos.
- ¡Llama a Baquita, que suba, rápido!
Baca era el administrador.  El tipo más sencillo, bueno y bien educado que puedan imaginar.  No mataba una mosca.
-Si, ingeniero, que desea.
- Mira Baca, la señora trae unos vales.  Siéntate al escritorio y los vas a copiar uno a uno para saber cuanto deben nuestros empleados. Le daremos ese monto a la señora Imelda y nos quedamos con los vales que serán descontados de sus pagos.  Nada de esto debe quedar en los libros de contabilidad, ¿entendido?
- Sí ingeniero.
Baquita comenzó a  trascribir los vales que le entregaba Imelda, sonriéndose al leer cada uno de ellos, hasta que se sobresaltó:  ¡un vale con su nombre!  Se levantó, sacó un billete del bolsillo y se lo entregó a Imelda, que sonriendo, rompió el vale.
Terminando los cálculos, Baquita bajó para traer el dinero.
- ¿Me acompañas con un café?
Mientras Imelda y Benjamín se tomaban un café amargo y aromático, conversaron como si fueran viejos amigos.  Benjamín tenía mucha calle.
- Ya sabes que eres bienvenido al Hueco, cuando quieras echar una cana al aire.
- ¡Estás loca!  ¡Si mi mujer se entera me mata!
Entre risas se despidieron, con un beso en la mejilla, como amigos.  Al salir Imelda mostró a su gente la V de la victoria con los dedos.  Aplausos y hurras las acompañaron mientras se dirigían al mercado a hacer sus compras.
Por la ventana, Benjamín sonreía.  ¡Si todos sus problemas se pudieran resolver tan simplemente como ese…!


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