15 may 2014

Quillabamba - 14 El hueco

El Hueco   
Después del trabajo de campo, regresábamos a Quillabamba el viernes en la noche.  Así como trabajábamos sin tregua ni medida, así descansábamos intensamente.  Tenis, fútbol, fulbito, bochas, ping-pong, ajedrez, baños en el río, pachamancas, bailes, café amargo en “La Esquina”, largas sesiones cerveceras y cuando la ciudad dormía... “El Hueco”.
El Hueco era el burdel a la salida del pueblo, un lugar semi escondido al borde del río al que se bajaba por una maltrecha escalera, entrando por un hueco.  Era el infierno para las damitas elegantes, pero para los ingenieros, abogados, topógrafos de la oficina era nuestro último refugio del sábado en la noche, cuando ya todos los bares estaban cerrados.
Hay putas y putas.  Todas son metalizadas y muy pocas son viciosas, éstas acaban rápido.  Muchas son madres y sostén de sus familias, otras, gente sin trabajo y sin recursos, otras, sobre todo las jóvenes, trabajan juntando un capital para ser independientes, otras son profesionales trabajadoras sexuales, orgullosas de sus técnicas y dominio sobre los hombres.  Hay putas buenas y putas malas, feas y hermosas, analfabetas y cultas, hay de todo.  Lo que no puede negarse es que son las profesoras de educación sexual de los adolescentes debutantes: ¡cuántas mujeres no saben agradecer la pericia sexual de sus maridos aprendidas con las putas y cuántas han de lamentar que sus consortes no hayan aprendido en estas escuelas…!
Allí conocí a Lucero, hermosa mujercita que siempre tenía a clientes haciendo turno por sus servicios.  Eficiente y fría, con un cuerpo deslumbrante, despachaba rápido a sus parroquianos.
Al Hueco íbamos para conversar, reír, contarnos nuestras aventuras, tomar cerveza y también para calmar nuestros ardores; por eso, no era raro que nos quedemos hasta entrado el día, y muchas veces, nuestras amigas del pueblo y compañeras de trabajo, nos pillaban, murmurando entre ellas y sonrojándose, cuando iban a misa de 7 y nos cruzábamos con ellas, con las huellas de la mala noche en las caras.
La primera vez que entré al cuarto de Lucero, me extrañó ver una tristeza escondida en sus ojos, algo incongruente, fuera de lugar.
- ¡Cómo es? - pregunté.
- Sin besos ni caricias, no más de 20 minutos, 20 soles.
- Bueno - le dije, puse mis 20 soles sobre la mesa - voy a estar 20 minutos y no te voy a besar ni acariciar, ni tocar.  Solo mirarte… y conversar.
Y conversamos media hora.  Yo le contaba mis cosas, sencillamente, crudamente, honradamente.  Ella comentaba, sonreía, y a veces me regañaba.  Era muy inteligente, poco a poco fuimos tocando diversos temas, discutiendo, intercambiando puntos de vista.  Nos contamos chistes y reímos.  Cuando me di cuenta del tiempo pasado, me paré para retirarme.  Ella me llevó a la puerta y me dio un beso en la mejilla.
La siguiente semana, entré, cerró la puerta, me saludó con una sonrisa y un beso en la mejilla.  Yo le entregué una rosa y una caja de chocolates.  Puse mis 20 soles en su mesa, ella dudó, pero aceptó.
- ¿Quieres un café? - preguntó - tú me has dicho que eres vicioso con el café.  Me han traído un café de manajaraco muy bueno.  ¿Cómo te gusta?
- Bien cargadito, por favor.
Vi un libro medio escondido entre sus ropas y lo cogí.  El Conde de Montecristo.
- ¿Te gusta Alejandro Dumas? - pregunté.
- A mí me gusta mucho leer, sí.
Eso marcó el rumbo de nuestra conversación.  Había leído muchas obras y tenía un conocimiento del mundo y una cultura que yo no conocí en muchas chicas “decentes”. 
Nos hicimos amigos, iba a visitarla dos o tres veces por semana, le llevaba libros, chocolates, galletas, a veces una flor…  Era una hora de charla amena, comentarios y risas.  La estima que le tuve inicialmente se convirtió en un cariño de amigo, ella correspondía a mi amistad.  Por supuesto, cuando requería sexo buscaba a otras.
Después de un mes, una noche se me escapó la pregunta inevitable:
- ¿Qué hace aquí una chica como tú, bella, inteligente, instruida…?
No me contestó, tomó un sorbo de café mientras una lágrima caía en su taza.  Pasé mi mano sobre su hombro y le dije:
- Perdóname, olvida mi pregunta tan cruel.
Se reclinó en mi pecho, llorando silenciosamente.
- Llevo este peso mucho tiempo dentro de mí.  Tu eres mi único amigo y ti quiero contarte.  Ven.
Me llevó a la cama y nos echamos,  luego se acurrucó en mis brazos dándome la espalda - no me mires - dijo -  y empezó:
- Cuando tenía 8 años murió mi padre.  Era un hombre bueno, me quería mucho.  Recuerdo que todas las noches, cuando llegaba del trabajo, me traía un caramelo.  Nos fuimos a vivir con su hermano, mi tío.  Mi mamá consiguió un trabajo en el mercado y yo me quedaba en casa con mis dos hermanitos menores.  Yo los llevaba al colegio y les calentaba la comida que mamá dejaba preparada.  Cuando cumplí 12 años, un día que no estaba mamá y mis hermanitos estaban jugando en el huerto, llegó mi tío borracho, me encerró en el cuarto y me violó.  Después amenazó con matar a mi madre y mis hermanitos si decía algo.  Volvió a abusar de mí muchas veces, sabía los momentos en que me encontraba sola.  Mi mamá creía que estaba enferma por la cara de tristeza que tenía, pero yo no podía decirle nada.  Así estuvimos como un año, hasta que un día mamá regresó a casa temprano y encontró a mi tío abusando de mí.  Loca de furia, tomó un cuchillo y lo persiguió por la calle.  Mi tío se defendió y le dio un golpe en la cabeza, mamá cayó al suelo golpeándose con una piedra.  Murió instantáneamente delante de mí y de los vecinos.  Mi tío dijo que era casual, en defensa propia, y se escapó.  Nunca más lo volvimos a ver y nos quedamos a vivir en su casa.  Los compañeros de mamá del mercado, se ocuparon del entierro y después nos enviaban cosas para que yo prepare la comida para mis hermanitos, pero no alcanzaba y sentíamos mucho hambre.  No me quedó más remedio que pedir limosna.  Un día una señora se me acercó y me preguntó que tenía.  Yo le conté todo y ella me dijo que me llevaría a trabajar a su casa.   Yo no sabía que su casa era el burdel del pueblo y que el trabajo que me tenía era de prostituta.  Sin embargo era muy buena.  A mis 13 años tenía un bonito cuerpo, ya desarrollado que atraía muchos clientes y de lo que cobraba, la mitad era para mí.  Nunca había tenido tanto dinero, y cada vez era más y más.  Puse a mis hermanos a la escuela,  compré ropa, muebles, arreglé mi casa.  Contraté a una maestra para que me dé clases particulares, leí mucho, me instruí.  En el burdel, supe administrar mi cuerpo, invertir y ahorrar.  Nunca he usado mi cuerpo para mi placer, cuando estoy con hombres mi mente se escapa de mi cuerpo y no siento nada, nunca he sentido nada, pero finjo, se fingir muy bien y cobro muy bien por eso.  Pienso dejar el burdel muy pronto, con mis ahorros he puesto un restaurant en el mercado que administran mis hermanos y pronto me uniré a ellos.  Tú eres el primer hombre que me ha tratado como mujer y no como una cosa, por eso te lo agradezco y te he contado mi vida.  Ahora tómame, quiero ser tuya.
Se volteó frente a mí y comenzó a desnudarme.  Yo quise detenerla.
- No Lucerito, - le dije - no tienes que hacerlo, no me debes nada, para, para…
- Juan, no lo hago por ti.  Lo hago por mí.  Nunca hasta ahora había deseado a un hombre, tú eres el primero.
Desnudos los dos,  fue un largo intercambio de besos y caricias.  Ternura,  luego el sexo, fuerte, apasionado, hasta que terminamos juntos y quedamos transpirados, agitados, uno en brazos de otro.  Tomé su cara entre mis manos y estaba llorando, sollozando.  Me abrazó con fuerza y me decía: “Es mi primera vez…, Juan, mi primera vez…!
Seguí acudiendo los sábados donde ella. Yo le decía Palomita porque cuando se enternecía se acurrucaba en mis brazos como una paloma.  Cuando llegaba, ella cerraba su cuarto y ponía un cartelito “no se atiende”.  Nos queríamos.  Con ella aprendí todas las técnicas del amor, fue mi maestra en el arte amoroso por varios meses, hasta que un día no la encontré.  Fui donde la Tía, la regenta del Hueco a preguntarle:
- ¿Qué ha pasado, por qué no está Lucero?
- ¡Esa muchacha! - contestó - Es una loca, quería juntar plata, retirarse y tener hijos.  Pues se ha salido con su gusto… Se ha retirado.  Era una mujer excepcional, la quise, y quiero como a una hija.
Me apené, la amaba, la deseaba.  Ya no la vería.  Me alegré, la quería y deseaba lo mejor para ella.  Se lo merecía.
Una costumbre bárbara es quemar los bosques para tener un terreno descubierto para la siembra.  Los bosques se auto conservan.  Se nutren con sus propias hojas, frutos y ramas caídas y las raíces se introducen profundamente para extraer los minerales que necesitan y a la vez sirven para anclar las tierras, evitar que las aguas de las lluvias laven el suelo y se produzcan deslizamientos, pero cuando se queman los árboles y arbustos, esta protección desaparece y poco a poco las aguas van lavando los suelos hasta quedar solamente las rocas.  La ausencia de raíces hace que el manto de tierra se deslice dejando las faldas de los cerros como pedregales.
A pesar de estar penada esta práctica, en las zonas más lejanas, los colonos hacían estas quemas y el humo cubría el valle oscureciendo el día.  Agosto era la época de las quemas, cuando el humo se pegaba a los cerros y no dejaba hacer mediciones por falta de visibilidad.  Tuve que cambiar procedimientos: trabajar de noche.  Enviaba a mi gente a ubicarse en la cima de los cerros y colocaban lámparas poderosas sobre los hitos, de manera de hacerlos visibles a pesar del humo.  Nos comunicábamos con la gente a través de señales con linterna.  Aproveché para aprender algo del lenguaje Morse.
  El Chuncho me acompañaba llevando el teodolito.  Subir de noche a un cerro cubierto de bosque es una aventura alucinante.  Alumbraba el sendero con una linterna de mano, el resto era soledad, oscuridad y ruido.  El zumbido monocorde de los insectos, la  estridencia  de las chicharras machos llamando a las hembras, el croar de las ranas, el canto tenebroso de las lechuzas, y sonidos extraños adelante, atrás, a los costados, arriba, hacían temer peligros inexistentes.  La verdad es que los animales temen al hombre y huyen de él, salvo excepciones, y en zonas habitadas como esa, casi no existen fieras salvajes.  El mayor peligro para el hombre es el hombre.  “Otorongo no come otorongo” pero “hombre sí mata hombre”.
A las 8 de la noche la radio captaba en una estación boliviana el programa “Sala de Conciertos Jaime Laredo”.  La música clásica era para mí un lecho para la meditación y los recuerdos.
Había que esperar una hora en la cima, hacer las mediciones, esperar otras dos horas para volver a medir.  El Chuncho preparo una fogata para atemperar la fresca brisa de la noche y asar unas papas silvestres para acompañar el café negro que iría consumiendo en la velada.
De espaldas al cielo, mirando el firmamento, escuchaba la sinfonía Pastoral de Beethoven y entendía la música, en contacto con la naturaleza, la espalda en la tierra y los ojos en las estrellas.  Pensaba en la mujer, exquisito ser creado para devorar y ser devorada, amar y ser amada por los hombres, deliciosas, todas diferentes, todas inmensas, infinitas como Dios: recordé a aquellas que conocí profundamente y que dejaron su sello marcado en mi espíritu.  Y sólo tenía 25 años,  qué más me depararía la vidab…?
Dos años después viajé del Cuzco a Lima por carretera.  Pasé por Huertahuayco y recordé que era la tierra de una amiga muy querida: Betty.  Me dijeron donde vivía y fui a visitarla.  Había construido su casa con los planos resultantes del estudio de Vivienda Rural que hicimos juntos años antes en La Convención.  Me recibió con los brazos abiertos y una alegría desbordante.
- ¡Juancha, por fin viniste, siempre te esperé…!
Efectivamente, años atrás le había prometido que la visitaría en Huertahuayco, su querida tierra.
- Estoy sola, mi familia se fue al Cuzco y yo me quedé para terminar de construir mi casa.   Mira, son tus planos, ingeniero, quiero que revise y supervise esta obra.
- Bettyta, estoy de paso viajando a Abancay, no puedo…
Lo que no pude es vencer la determinación de esa mujer, así que me quedé a dormir con ella, solos con nuestros recuerdos, solos con nuestro cariño, entregándonos tanta ternura que nos habíamos guardado.
Nos despedimos como esa otra vez: Aquí no pasó nada, nada, nada…
Entre Cuzco y Abancay está el valle de Curahuasi.  Valle hermoso con un clima ideal, donde se cultiva mayoritariamente el anís.  Abrí las ventanas de la camioneta para gozar del intenso perfume de anís que se goza en todo el trayecto.
Después de inscribirme en el Hotel de Turistas de Abancay, pedí que me enseñen el mejor restaurante típico de la ciudad - es el Chaska - y allí fui.
Me senté a una mesa y me puse a revisar la carta.  Levanté la vista y una hermosa mujer sonriente me pregunta:
- ¿Qué desea servirse, señor?
- ¡Lucero…!!!
Quedé mudo, deslumbrado: era Lucero, mi querida amiga, amante, y ¡qué sé yo…! Más hermosa que nunca y con una cara radiante de felicidad.
Ella soltó las cosas que traía en las manos, dio un grito y corrió hacia la cocina.  Yo quedé desconcertado.  ¿Por qué se había asustado?  ¿Sería en verdad Lucero o un sosia?  Reparé en el nombre del restaurante: Chaska en quechua significaba Lucero.  Tenía que ser ella.  Un joven se acercó a mí y me arrastró hasta un apartado.  Nos sentamos y me preguntó:
- Señor, ¿qué le ha hecho a mi hermana que está en una crisis de llanto…?
- Yo, ¡nada!  Solo la llamé por su nombre: Lucero.
- Su nombre es María, ¿Quién es usted?
- Yo soy…, yo soy un amigo de ella, yo la quería mucho hasta que desapareció, allá, en Quillabamba…
- ¿Usted es ingeniero?
- Sí.
- ¿Su nombre es Juan?
- ¿Sí?
- Entonces usted es parte de su historia.  Se la voy a contar. -  Me llevó al rincón más apartado de su establecimiento, me invitó una cerveza y con la vista baja, me contó lo sucedido:
- Sabemos de usted porque María nos dijo que era el único hombre que había amado, pero tenía que dejarlo, por su bien.  Somos tres hermanos, María es la mayor.  Quedamos huérfanos y abandonados de niños y María tuvo que pedir limosna y al final dedicarse a la prostitución para alimentarnos y educarnos.  Juntó dinero y nos puso un restaurante en el mercado nuevo de Quillabamba.  Un día se presentó y nos dijo que tenía suficiente dinero para retirarse y además estaba esperando un hijo.  Nunca quiso decirnos de quién.  Nació su hijita, una linda criaturita y le puso de nombre Paloma.  El nuestro era un restaurante de camioneros, los choferes paraban sus camiones cargados de café en la puerta para tomarse su caldo de gallina, era un buen negocio. Palomita tenía 6 meses y tomamos una chica para que la cuide.  La chica la paseaba por la calle en una caja de leche Gloria jalada por una soguilla, le encantaba a la bebe.  Un día estaba cruzando la pista y se quiso adelantar a un camión, la chica pasó pero la caja de cartón que jalaba quedó bajo las llantas del camión, que la aplastó.  María había salido a buscar a su hija y fue testigo de su horrible muerte.  Lloró desgarradoramente, tuvimos que jalarla entre varios para que no vea los restos destrozados de su niña.  Estuvo tres noches sin dormir, llorando desconsoladamente hasta que se desmayo y cayó en coma.  No despertaba, de rato en rato repetía el nombre de su hija y el suyo: Paloma,… Juan…   Al quinto día despertó, había perdido la memoria.  No le contamos lo que pasó, nos vinimos a Abancay y pusimos este restaurante donde nos va muy bien.  Ella es una mujer muy feliz con nosotros.  Al principio tenía sus momentos en que se ponía seria, parecía que quería recordar, pero se le pasaba.  Ahora no sabemos. ¿Debemos procurar que recobre la memoria o que comience una nueva vida sin pasado?  ¿Usted qué piensa?
Encendí un cigarro, pedí un café.  El hermano me dejó solo.  “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!”  Lloré, lloré por ella, lloré por Paloma, su hija y quién sabe…  Sentí que renacía todo el cariño y ternura de otros tiempos… medité… medité.
- Me voy.  Lo que más quiero en esta vida es que María sea feliz, que no sufra, que encuentre un compañero de vida que la haga dichosa, y ese no soy yo.  La quiero, la quiero mucho, por eso me voy.  Un favor, déjenme verla sin que me vea, por esta última vez.
Por esto, no te extrañes al saber que  yo amo a las putas…
Subí a mi camioneta y partimos hacia Lima.
Sentí pena de despedirme de la ciudad del eterno verano, pero lo vivido allí me había convertido en un ser diferente.
¡Adiós querida Quillabamba!


No hay comentarios:

Publicar un comentario