Después del trabajo de
campo, regresábamos a Quillabamba el viernes en la noche. Así como trabajábamos sin tregua ni medida,
así descansábamos intensamente. Tenis,
fútbol, fulbito, bochas, ping-pong, ajedrez, baños en el río, pachamancas, bailes,
café amargo en “La Esquina”, largas sesiones cerveceras y cuando la ciudad
dormía... “El Hueco”.
El Hueco era el burdel a la
salida del pueblo, un lugar semi escondido al borde del río al que se bajaba
por una maltrecha escalera, entrando por un hueco. Era el infierno para las damitas elegantes,
pero para los ingenieros, abogados, topógrafos de la oficina era nuestro último
refugio del sábado en la noche, cuando ya todos los bares estaban cerrados.
Hay putas y putas. Todas son metalizadas y muy pocas son
viciosas, éstas acaban rápido. Muchas
son madres y sostén de sus familias, otras, gente sin trabajo y sin recursos,
otras, sobre todo las jóvenes, trabajan juntando un capital para ser
independientes, otras son profesionales trabajadoras sexuales, orgullosas de
sus técnicas y dominio sobre los hombres.
Hay putas buenas y putas malas, feas y hermosas, analfabetas y cultas,
hay de todo. Lo que no puede negarse es
que son las profesoras de educación sexual de los adolescentes debutantes:
¡cuántas mujeres no saben agradecer la pericia sexual de sus maridos aprendidas
con las putas y cuántas han de lamentar que sus consortes no hayan aprendido en
estas escuelas…!
Allí conocí a Lucero,
hermosa mujercita que siempre tenía a clientes haciendo turno por sus
servicios. Eficiente y fría, con un
cuerpo deslumbrante, despachaba rápido a sus parroquianos.
Al Hueco íbamos para
conversar, reír, contarnos nuestras aventuras, tomar cerveza y también para
calmar nuestros ardores; por eso, no era raro que nos quedemos hasta entrado el
día, y muchas veces, nuestras amigas del pueblo y compañeras de trabajo, nos
pillaban, murmurando entre ellas y sonrojándose, cuando iban a misa de 7 y nos
cruzábamos con ellas, con las huellas de la mala noche en las caras.
La primera vez que entré al
cuarto de Lucero, me extrañó ver una tristeza escondida en sus ojos, algo
incongruente, fuera de lugar.
- ¡Cómo es? - pregunté.
- Sin besos ni caricias, no
más de 20 minutos, 20 soles.
- Bueno - le dije, puse mis
20 soles sobre la mesa - voy a estar 20 minutos y no te voy a besar ni
acariciar, ni tocar. Solo mirarte… y
conversar.
Y conversamos media
hora. Yo le contaba mis cosas,
sencillamente, crudamente, honradamente.
Ella comentaba, sonreía, y a veces me regañaba. Era muy inteligente, poco a poco fuimos
tocando diversos temas, discutiendo, intercambiando puntos de vista. Nos contamos chistes y reímos. Cuando me di cuenta del tiempo pasado, me
paré para retirarme. Ella me llevó a la
puerta y me dio un beso en la mejilla.
La siguiente semana, entré,
cerró la puerta, me saludó con una sonrisa y un beso en la mejilla. Yo le entregué una rosa y una caja de
chocolates. Puse mis 20 soles en su
mesa, ella dudó, pero aceptó.
- ¿Quieres un café? -
preguntó - tú me has dicho que eres vicioso con el café. Me han traído un café de manajaraco muy
bueno. ¿Cómo te gusta?
- Bien cargadito, por
favor.
Vi un libro medio escondido
entre sus ropas y lo cogí. El Conde de
Montecristo.
- ¿Te gusta Alejandro
Dumas? - pregunté.
- A mí me gusta mucho leer,
sí.
Eso marcó el rumbo de
nuestra conversación. Había leído muchas
obras y tenía un conocimiento del mundo y una cultura que yo no conocí en
muchas chicas “decentes”.
Nos hicimos amigos, iba a
visitarla dos o tres veces por semana, le llevaba libros, chocolates, galletas,
a veces una flor… Era una hora de charla
amena, comentarios y risas. La estima
que le tuve inicialmente se convirtió en un cariño de amigo, ella correspondía
a mi amistad. Por supuesto, cuando
requería sexo buscaba a otras.
Después de un mes, una
noche se me escapó la pregunta inevitable:
- ¿Qué hace aquí una chica
como tú, bella, inteligente, instruida…?
No me contestó, tomó un
sorbo de café mientras una lágrima caía en su taza. Pasé mi mano sobre su hombro y le dije:
- Perdóname, olvida mi
pregunta tan cruel.
Se reclinó en mi pecho,
llorando silenciosamente.
- Llevo este peso mucho
tiempo dentro de mí. Tu eres mi único
amigo y ti quiero contarte. Ven.
Me llevó a la cama y nos
echamos, luego se acurrucó en mis brazos
dándome la espalda - no me mires - dijo -
y empezó:
- Cuando tenía 8 años murió mi padre. Era un hombre bueno, me quería mucho. Recuerdo que todas las noches, cuando llegaba
del trabajo, me traía un caramelo. Nos
fuimos a vivir con su hermano, mi tío.
Mi mamá consiguió un trabajo en el mercado y yo me quedaba en casa con
mis dos hermanitos menores. Yo los
llevaba al colegio y les calentaba la comida que mamá dejaba preparada. Cuando cumplí 12 años, un día que no estaba
mamá y mis hermanitos estaban jugando en el huerto, llegó mi tío borracho, me
encerró en el cuarto y me violó. Después
amenazó con matar a mi madre y mis hermanitos si decía algo. Volvió a abusar de mí muchas veces, sabía los
momentos en que me encontraba sola. Mi
mamá creía que estaba enferma por la cara de tristeza que tenía, pero yo no
podía decirle nada. Así estuvimos como
un año, hasta que un día mamá regresó a casa temprano y encontró a mi tío
abusando de mí. Loca de furia, tomó un
cuchillo y lo persiguió por la calle. Mi
tío se defendió y le dio un golpe en la cabeza, mamá cayó al suelo golpeándose
con una piedra. Murió instantáneamente
delante de mí y de los vecinos. Mi tío
dijo que era casual, en defensa propia, y se escapó. Nunca más lo volvimos a ver y nos quedamos a
vivir en su casa. Los compañeros de mamá
del mercado, se ocuparon del entierro y después nos enviaban cosas para que yo
prepare la comida para mis hermanitos, pero no alcanzaba y sentíamos mucho
hambre. No me quedó más remedio que
pedir limosna. Un día una señora se me
acercó y me preguntó que tenía. Yo le
conté todo y ella me dijo que me llevaría a trabajar a su casa. Yo no sabía que su casa era el burdel del
pueblo y que el trabajo que me tenía era de prostituta. Sin embargo era muy buena. A mis 13 años tenía un bonito cuerpo, ya
desarrollado que atraía muchos clientes y de lo que cobraba, la mitad era para
mí. Nunca había tenido tanto dinero, y
cada vez era más y más. Puse a mis
hermanos a la escuela, compré ropa,
muebles, arreglé mi casa. Contraté a una
maestra para que me dé clases particulares, leí mucho, me instruí. En el burdel, supe administrar mi cuerpo,
invertir y ahorrar. Nunca he usado mi
cuerpo para mi placer, cuando estoy con hombres mi mente se escapa de mi cuerpo
y no siento nada, nunca he sentido nada, pero finjo, se fingir muy bien y cobro
muy bien por eso. Pienso dejar el burdel
muy pronto, con mis ahorros he puesto un restaurant en el mercado que
administran mis hermanos y pronto me uniré a ellos. Tú eres el primer hombre que me ha tratado
como mujer y no como una cosa, por eso te lo agradezco y te he contado mi
vida. Ahora tómame, quiero ser tuya.
Se volteó frente a mí y
comenzó a desnudarme. Yo quise
detenerla.
- No Lucerito, - le dije -
no tienes que hacerlo, no me debes nada, para, para…
- Juan, no lo hago por
ti. Lo hago por mí. Nunca hasta ahora había deseado a un hombre,
tú eres el primero.
Desnudos los dos, fue un largo intercambio de besos y
caricias. Ternura, luego el sexo, fuerte, apasionado, hasta que
terminamos juntos y quedamos transpirados, agitados, uno en brazos de
otro. Tomé su cara entre mis manos y
estaba llorando, sollozando. Me abrazó
con fuerza y me decía: “Es mi primera vez…, Juan, mi primera vez…!
Seguí acudiendo los sábados
donde ella. Yo le decía Palomita porque cuando se enternecía se acurrucaba en
mis brazos como una paloma. Cuando
llegaba, ella cerraba su cuarto y ponía un cartelito “no se atiende”. Nos queríamos. Con ella aprendí todas las técnicas del amor,
fue mi maestra en el arte amoroso por varios meses, hasta que un día no la
encontré. Fui donde la Tía, la regenta
del Hueco a preguntarle:
- ¿Qué ha pasado, por qué
no está Lucero?
- ¡Esa muchacha! - contestó
- Es una loca, quería juntar plata, retirarse y tener hijos. Pues se ha salido con su gusto… Se ha
retirado. Era una mujer excepcional, la
quise, y quiero como a una hija.
Me apené, la amaba, la
deseaba. Ya no la vería. Me alegré, la quería y deseaba lo mejor para
ella. Se lo merecía.
Una costumbre bárbara es
quemar los bosques para tener un terreno descubierto para la siembra. Los bosques se auto conservan. Se nutren con sus propias hojas, frutos y
ramas caídas y las raíces se introducen profundamente para extraer los
minerales que necesitan y a la vez sirven para anclar las tierras, evitar que
las aguas de las lluvias laven el suelo y se produzcan deslizamientos, pero
cuando se queman los árboles y arbustos, esta protección desaparece y poco a
poco las aguas van lavando los suelos hasta quedar solamente las rocas. La ausencia de raíces hace que el manto de
tierra se deslice dejando las faldas de los cerros como pedregales.
A pesar de estar penada
esta práctica, en las zonas más lejanas, los colonos hacían estas quemas y el
humo cubría el valle oscureciendo el día.
Agosto era la época de las quemas, cuando el humo se pegaba a los cerros
y no dejaba hacer mediciones por falta de visibilidad. Tuve que cambiar procedimientos: trabajar de
noche. Enviaba a mi gente a ubicarse en
la cima de los cerros y colocaban lámparas poderosas sobre los hitos, de manera
de hacerlos visibles a pesar del humo.
Nos comunicábamos con la gente a través de señales con linterna. Aproveché para aprender algo del lenguaje
Morse.
El Chuncho me acompañaba llevando el teodolito. Subir de noche a un cerro cubierto de bosque
es una aventura alucinante. Alumbraba el
sendero con una linterna de mano, el resto era soledad, oscuridad y ruido. El zumbido monocorde de los insectos, la estridencia
de las chicharras machos llamando a las hembras, el croar de las ranas,
el canto tenebroso de las lechuzas, y sonidos extraños adelante, atrás, a los
costados, arriba, hacían temer peligros inexistentes. La verdad es que los animales temen al hombre
y huyen de él, salvo excepciones, y en zonas habitadas como esa, casi no
existen fieras salvajes. El mayor peligro
para el hombre es el hombre. “Otorongo
no come otorongo” pero “hombre sí mata hombre”.
A las 8 de la noche la
radio captaba en una estación boliviana el programa “Sala de Conciertos Jaime
Laredo”. La música clásica era para mí
un lecho para la meditación y los recuerdos.
Había que esperar una hora
en la cima, hacer las mediciones, esperar otras dos horas para volver a
medir. El Chuncho preparo una fogata
para atemperar la fresca brisa de la noche y asar unas papas silvestres para acompañar
el café negro que iría consumiendo en la velada.
De espaldas al cielo,
mirando el firmamento, escuchaba la sinfonía Pastoral de Beethoven y entendía
la música, en contacto con la naturaleza, la espalda en la tierra y los ojos en
las estrellas. Pensaba en la mujer, exquisito
ser creado para devorar y ser devorada, amar y ser amada por los hombres,
deliciosas, todas diferentes, todas inmensas, infinitas como Dios: recordé a
aquellas que conocí profundamente y que dejaron su sello marcado en mi
espíritu. Y sólo tenía 25 años, qué más me depararía la vidab…?
Dos años después viajé del
Cuzco a Lima por carretera. Pasé por
Huertahuayco y recordé que era la tierra de una amiga muy querida: Betty. Me dijeron donde vivía y fui a visitarla. Había construido su casa con los planos
resultantes del estudio de Vivienda Rural que hicimos juntos años antes en La
Convención. Me recibió con los brazos
abiertos y una alegría desbordante.
- ¡Juancha, por fin
viniste, siempre te esperé…!
Efectivamente, años atrás
le había prometido que la visitaría en Huertahuayco, su querida tierra.
- Estoy sola, mi familia se
fue al Cuzco y yo me quedé para terminar de construir mi casa. Mira, son tus planos, ingeniero, quiero que
revise y supervise esta obra.
- Bettyta, estoy de paso
viajando a Abancay, no puedo…
Lo que no pude es vencer la
determinación de esa mujer, así que me quedé a dormir con ella, solos con
nuestros recuerdos, solos con nuestro cariño, entregándonos tanta ternura que
nos habíamos guardado.
Nos despedimos como esa
otra vez: Aquí no pasó nada, nada, nada…
Entre Cuzco y Abancay está
el valle de Curahuasi. Valle hermoso con
un clima ideal, donde se cultiva mayoritariamente el anís. Abrí las ventanas de la camioneta para gozar
del intenso perfume de anís que se goza en todo el trayecto.
Después de inscribirme en
el Hotel de Turistas de Abancay, pedí que me enseñen el mejor restaurante
típico de la ciudad - es el Chaska -
y allí fui.
Me senté a una mesa y me
puse a revisar la carta. Levanté la
vista y una hermosa mujer sonriente me pregunta:
- ¿Qué desea servirse,
señor?
- ¡Lucero…!!!
Quedé mudo, deslumbrado:
era Lucero, mi querida amiga, amante, y ¡qué sé yo…! Más hermosa que nunca y
con una cara radiante de felicidad.
Ella soltó las cosas que
traía en las manos, dio un grito y corrió hacia la cocina. Yo quedé desconcertado. ¿Por qué se había asustado? ¿Sería en verdad Lucero o un sosia? Reparé en el nombre del restaurante: Chaska
en quechua significaba Lucero. Tenía que
ser ella. Un joven se acercó a mí y me
arrastró hasta un apartado. Nos sentamos
y me preguntó:
- Señor, ¿qué le ha hecho a
mi hermana que está en una crisis de llanto…?
- Yo, ¡nada! Solo la llamé por su nombre: Lucero.
- Su nombre es María,
¿Quién es usted?
- Yo soy…, yo soy un amigo
de ella, yo la quería mucho hasta que desapareció, allá, en Quillabamba…
- ¿Usted es ingeniero?
- Sí.
- ¿Su nombre es Juan?
- ¿Sí?
- Entonces usted es parte
de su historia. Se la voy a contar.
- Me llevó al rincón más apartado de su
establecimiento, me invitó una cerveza y con la vista baja, me contó lo
sucedido:
- Sabemos de usted porque
María nos dijo que era el único hombre que había amado, pero tenía que dejarlo,
por su bien. Somos tres hermanos, María
es la mayor. Quedamos huérfanos y
abandonados de niños y María tuvo que pedir limosna y al final dedicarse a la
prostitución para alimentarnos y educarnos.
Juntó dinero y nos puso un restaurante en el mercado nuevo de
Quillabamba. Un día se presentó y nos
dijo que tenía suficiente dinero para retirarse y además estaba esperando un
hijo. Nunca quiso decirnos de
quién. Nació su hijita, una linda
criaturita y le puso de nombre Paloma.
El nuestro era un restaurante de camioneros, los choferes paraban sus
camiones cargados de café en la puerta para tomarse su caldo de gallina, era un
buen negocio. Palomita tenía 6 meses y tomamos una chica para que la
cuide. La chica la paseaba por la calle
en una caja de leche Gloria jalada por una soguilla, le encantaba a la bebe. Un día estaba cruzando la pista y se quiso
adelantar a un camión, la chica pasó pero la caja de cartón que jalaba quedó
bajo las llantas del camión, que la aplastó.
María había salido a buscar a su hija y fue testigo de su horrible
muerte. Lloró desgarradoramente, tuvimos
que jalarla entre varios para que no vea los restos destrozados de su
niña. Estuvo tres noches sin dormir,
llorando desconsoladamente hasta que se desmayo y cayó en coma. No despertaba, de rato en rato repetía el
nombre de su hija y el suyo: Paloma,… Juan…
Al quinto día despertó, había perdido la memoria. No le contamos lo que pasó, nos vinimos a
Abancay y pusimos este restaurante donde nos va muy bien. Ella es una mujer muy feliz con
nosotros. Al principio tenía sus
momentos en que se ponía seria, parecía que quería recordar, pero se le
pasaba. Ahora no sabemos. ¿Debemos
procurar que recobre la memoria o que comience una nueva vida sin pasado? ¿Usted qué piensa?
Encendí un cigarro, pedí un
café. El hermano me dejó solo. “Hay
golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!”
Lloré, lloré por ella, lloré por Paloma, su hija y quién sabe… Sentí que renacía todo el cariño y ternura de
otros tiempos… medité… medité.
- Me voy. Lo que más quiero en esta vida es que María
sea feliz, que no sufra, que encuentre un compañero de vida que la haga
dichosa, y ese no soy yo. La quiero, la
quiero mucho, por eso me voy. Un favor,
déjenme verla sin que me vea, por esta última vez.
Por esto, no te extrañes al
saber que yo amo a las putas…
Subí a mi camioneta y
partimos hacia Lima.
Sentí pena de despedirme de
la ciudad del eterno verano, pero lo vivido allí me había convertido en un ser
diferente.
¡Adiós querida Quillabamba!
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