Omayra y Consuelo
El miércoles 13 de noviembre de 1985, después de meses de dar
señales de una creciente actividad, el volcán Nevado del Ruiz, de los Andes colombianos,
entró en erupción. El intenso calor hizo que la nieve acumulada en la cima se
derritiera, y millones de metros cúbicos de agua, corriendo cuesta abajo,
formaron un gran alud de barro y ceniza volcánica, que sepultó el pueblo de Armero,
con un saldo de más de 25,000 víctimas.
Doña María, la madre de la niña, se fue para Bogotá a realizar
algunas gestiones, allí en su casa del barrio Santander de Armero se quedó
Omayra de 12 años y su padre y su tía y su hermano menor.
A las once y media de la noche los cuatro no se habían acostado,
porque estaban preocupados con aquella lluvia de arena y ceniza que había
estado cayendo desde las cinco de la tarde. Habían acabado de cerrar la puerta,
cuando sintieron un ruido espantoso y después el estrépito de las rocas y las
aguas que derrumbaron las puertas y entraron en forma salvaje
A partir de ese momento, Omayra se sintió estremecida e aguas,
sacudida, bamboleada y no supo nada más de su hermano ni de su padre ni de su
tía. “Todo se me fue de la cabeza y cuando me desperté estaba debajo de esa
cosa de cemento”, dice. Allí debajo de “esa cosa de cemento”, que en realidad
es una plancha, permaneció toda la madrugada del jueves y hacia mediodía logró
sacar la mano por una hendija que dejaba la plancha. Entonces Jairo, un
socorrista espontáneo, vio aquella mano y con la ayuda de otros se puso a
triturar la plancha. Escuchando la voz de la niña, trabajaron toda la tarde y
la noche del jueves y solo en la madrugada
del viernes lograron despejar el cemento, las tejas y las maderas que la estaban
cubriendo.
Jalándola con sumo cuidado, lograron sacarla un poco, pero en
determinado momento no pudieron seguir porque de hacerlo hubieran tenido que
arrancarle las piernas. Lo único que hicieron fue construir como un nidito para
que la pequeña pudiera girarla cabeza y su pecho hacia un lado y otro.
La pequeña se halla rodeada de escombros por todas partes,
especialmente de tejas de zinc y techos de casas que fueron arrastrados por la
corriente. A unos diez metros del pozo de lodo donde se halla la niña, el
cadáver de una mujer, con apariencia de anciana, se halla recostado contra un
tronco. Es un cuerpo tumefacto bajo el sol ardiente y varios gallinazos acechan
desde un árbol cercano.
Omayra ni siquiera sabe qué pasó, no entiende que Armero fue
borrado de la faz de la tierra por el río Lagunilla y que posiblemente todos
sus 39 compañeros de escuela perecieron. Durante toda la mañana del viernes,
varios socorristas y policías trataron de sacar a Omayra. Pero era imposible
porque a cada momento el agua se encharcaba más y por instantes parecía que la
pequeña se iba a ahogar. Entonces trajeron un neumático y se lo colocaron por
debajo de los brazos y quedó como los niños en la piscina o los náufragos en el
mar.
Cuando llegaron los reporteros, la mayoría de los socorristas se
habían ido a guarecerse del sol que a las tres de la tarde picaba inclemente
sobre los escombros de la ciudad. Estaba agachada sobre el neumático y cuando
sintió las voces levantó la carita y nos miró.
¡Ay...! - dijo pero no
lloró, no nos miró con súplica, no estaba derrotada, sino que había mucho de
valentía en su mirada. No dijo que le dolían las piernas sino que simplemente
no las podrá mover.
Varios socorristas trataron de sumergirse entre el agua, que es
una espesa sopa de lodo, y comprobaron que las piernas de la niña están
incrustadas en algo así como una puerta, que había ladrillos y palos y que
metiendo las manos más abajo se tocan cuerpos. Sí señor, yo siento que estoy
pisando carne y esa es mi tía, y ojalá que no sea mi papá ni tampoco mi
hermano”, dice la niña.
¡Siento frío! - dijo y nos dirigió una mirada profunda. Pero se
le veía tranquila, valiente. Era una niña todo coraje.
Tengo miedo que el agua suba y me ahogue porque yo no sé nadar
aunque soy de aquí, de tierra caliente, - balbuceó - no sé dónde está mi mamá
en Bogotá, pero mi tío es celador en Expreso Bolivariano, mi papá trabaja
cogiendo arroz y sorgo en una combinada.
Apoyó su rostro sobre el
neumático, como para descansar. Estuvo así unos cinco minutos. Todos
permanecimos en silencio Después, otra vez levantó el rostro y pronunció unas
frases un poco incoherentes y ya sus ojos estaban más rojos y se notaba algo de
delirio.
- ¡Tengo sed! - dijo e intentó tomar un poco de aquella agua
putrefacta. Se lo impedimos y le pasamos otro vaso de agua.
Durante toda la mañana, Omayra estuvo un poco animada. Al
mediodía le dieron primero un vaso de agua y después una gaseosa y un pan y
Omayra dijo que deseaba comer algo de dulce. Preguntó qué día era y cuando le
dijeron que era viernes, entonces respondió:
Ay caramba, hoy era el
examen de matemáticas - ella está en primero de bachillerato - voy a perder el
año.
La niña la pasó cantando, increíblemente alegre aunque cansada.
Hablando de su familia y pensando que le tocaba ir a estudiar, pensando y
soñando en lo que ella quería ser cuando grande... No sabía la niña que era la
última sobreviviente de la familia. Nada le impidió soñar, nada le impidió
creer, ni siquiera su desgarradora situación. Esa niña tenía fe, esa fe que a veces nos hace tanta falta; en su mirada había valentía y esperanza...
Le dimos la mano. Le acariciamos la cabeza, hasta por un
momento. Sonrió y a las cinco de la
tarde nos dijo:
Váyanse a descansar un ratico y después vengan y me sacan de
aquí.
Todos le dimos la mano y le dimos la espalda para que no nos
viera llorar. Y nos fuimos llorando un puñado de periodistas, entre ellos
varios norteamericanos que habían conocido la muerte en los arrozales de
Vietnam. Apretamos los puños y nos quedamos mirando la llanura de lodo que
cubre lo que antes fue Armero. ¡Una simple motobomba! Desde las diez de la mañana los socorristas
se la estaban pidiendo a los pilotos pero allí, en aquel caos infernal de los escombros de Armero,
nadie fue capaz de llevar en todo el día una simple motobomba.
¡Hijueputa vida! No puede ser que esta niña se vaya a morir
porque en este país no sea capaces de haberle traído en 2 días una motobomba -
pensó el periodista cuando se alejó de ella, y Omayra se quedó allí sola ahora
ayudada por un neumático para que no se hundiera en el charco.
Después del mediodía, los ojos de Omayra se comenzaron a poner
rojos. Se le hinchó un poco la cara y sus manos eran muy blancas, aunque ella
es una morenita crespa, de cara redonda y de labios gruesos.
Así con sus ojos enrojecidos y su carita hinchada, hacia las tres
de la tarde, cuando llegaron los enviados de El Tiempo y otros reporteros,
especialmente extranjeros, Omayra ya estaba perdiendo la alegría para empezar a
sumirse en los delirios de la agonía.
Seguimos allí hasta las Cinco de la tarde. Los Socorristas
regresaron y después se volvieron a ir y señalaron que era imposible tratar de jalarla
con toda la fuerza, porque eso sería destrozarla de la cintura para abajo o por
lo menos perdería los pies. Dijeron que era indispensable traerla motobomba
para sacar el agua y poder proceder a retirar la materia que la aprisionaba.
Cuando los helicópteros pasaban sobre ella, Omayra levantaba sus ojos
enrojecidos y los miraba alejarse.
Te juramos, Omayra que vamos ya. a traerte la motobomba para
sacarte de aquí. Nos miró con dignidad y
nos dijo:
Váyanse a descansar y vuelvan a sacarme” Entonces le dimos la
espalda y nos fuimos todos llorando, con rabia, carajo, como odiando a Dios, a
los hombres y a la naturaleza... Ella quedaba allí solita, entre el charco, y
la noche se aproximaba...
Jairo permaneció toda la noche abrazado de la niña, para darle
calor, ambos metidos allí en el fango. Cuenta
que durante la noche le cantó varias canciones, le contó que había cumplido
años el pasado 10 de noviembre y estuvo diciéndole que por ahí andaban su padre
y su madre y que entonces le iban a volver a celebrar su cumpleaños.
Al principio de la noche estuvo aún consciente, sosteniendo con
sus acompañantes conversaciones coherentes. Pero después de la una de la
madrugada comenzó a delirar. Cantaba canciones extrañas y hacia las tres de la
mañana dijo que ya el Señor la estaba esperando.
- Después cantó la canción de los pollitos - afirma Jairo, que
fue su acompañante durante tres noches de muerte.
Cuando amaneció ya estaba en camino hacia la agonía. Hacia las
nueve de la mañana, cuando la motobomba que había llevado desde Bogotá el
helicóptero de Helitaxi facilitado a El Tiempo para esta emergencia, ya la
agonía se aproximaba a la muerte. Había doblado su cabeza sobre su pecho y la
vida era apenas unos leves estremecimientos del cuerpo. La motobomba llevada
desde Bogotá, y otra traída por el médico Fernando Posada, succionaban a veces
con demasiada lentitud el agua y todos los presentes mirábamos con angustia con
delirio, casi con fiebre. Pasaron los minutos. El agua fue lentamente
descendiendo de nivel y entonces comenzó a aparece el cadáver en descomposición
de la tía de Omayra. En determinado momento, todo fue claro: la niña yacía
entre el cadáver de su tía y una plancha de cemento. Omayra estaba como
arrodillada.
Los médicos se miraron. La niña agonizaba. Todos tenían los ojos empapados de lágrimas
y empuñadas las manos. Los médicos se reunieron. Y llegaron a la conclusión de
que la única alternativa sería cortarle allí ambas piernas a la altura de la
rodilla o dejarla morir. Cortarle las piernas igualmente sería que ella muriera
porque no había equipos de cirugía. No había más alternativa: había que dejarla
morir.
Entonces todos, médicos, socorristas y periodistas enmudecieron;
pasaron tal vez 10 minutos y la niña se estremeció, frunció los hombros y
murió...
Se alejaron llorando; al
rato, volvieron y colocaron sobre Omayra varias puertas de madera y varias
tejas de barro. No la sacaron porque habría que despedazar el cadáver. Y era
mejor dejarla en su tumba, donde con tanto valor y con tanta alegría había
luchado contra la muerte durante 72 horas.
Cuando nos alejábamos, entre un charco yacía la primera página de
El Tiempo donde aparecía el rostro de Omayra, aún con vida, doce horas antes. Caminábamos por el lodazal y pensábamos que el
papel puede con todo, menos derrotar la muerte. Pero la vida continuaba.
En ese instante llega un médico voluntario y grita desde lo alto
de una colina que cerca que una mujer medio sepultada en el barro, está a punto
de dar a luz. Pide una motobomba.
Entonces la motobomba trasportada de Bogotá pero que llegó muy
tarde para salvar a Omayra, es introducida en el helicóptero y tres minutos
después éste se posa sobre la terraza de una casa, en el sector donde el
estadio de fútbol contuvo en algo la avalancha, por lo cual varias casas apenas
quedaron sepultadas hasta un poco más de la mitad.
Y allí desde el jueves al mediodía, es decir, dos noches, atrás,
un grupo de voluntarios y de médicos trabajaban para tratar de desenterrar a la
señora Carmen Cecilia. Ella estaba con su cuñada Gladys y con sus dos pequeños
hijos, cuando la avalancha rompió las puertas y penetró en el interior de la
casa. En una pieza quedó la Carmen Cecilia, de unos 25 años, con 8 meses de
embarazo junto al cadáver de sus dos hijos y en la pieza contigua su cuñada
Gladys de 19 años.
Quedaron incrustadas en el lodo y los pedazos de concreto hasta
la cintura, aprisionadas de manera brutal. Dos socorristas las descubrieron al
mediodía del jueves y desde entonces se juraron salvarlas. Con palas, sierras,
picas y taladros trabajaron día y noche. Auxiliados por médicos y voluntarios
lucharon contra todo, aún contra la putrefacción de los cadáveres de los niños
que se hallaban aprisionados cerca de Carmen Cecilia. Durante las noches del
jueves y del viernes los socorristas estuvieron allí acompañándolas, pues no
había luz para trabajar. Entonces en la oscuridad las abrazaron toda la noche,
para darles calor. Allí en la oscuridad les hablaban y las animaban y por
momentos las mujeres semi sepultadas y los socorristas podían dormir algo.
Cuando llegó la motobomba, hacia las once de la mañana, Carmen Cecilia (la
embarazada) y Gladys, la cuñada, yacían como hincadas entre el fango y el
concreto, con los ojos enrojecidos y con máscaras médicas, para protegerse de
la putrefacción. Eran dos mujeres padeciendo el más profundo y doloroso
sufrimiento del mundo. Pero lo miraban a uno esperanzadas, como pidiendo
piedad.
Entonces vino ese frenético e intenso trabajo. El helicóptero iba y venía
trayendo tanques de oxígeno, sierras, ampolletas para el dolor, relevo para los
médicos y entretanto los voluntarios luchaban y luchaban ahí, succionado el
lodazal con la motobomba, triturando los muros de concreto con picos, poco a
poco, tratando de ir destapando el cuerpo de las dos mujeres. Entonces
lentamente fue emergiendo del fango el vientre hermoso de Carmen Cecilia, con
sus ocho meses de embarazo. Más tarde le pudieron liberar una pierna y después
otra. Y vino el momento dramático en que se pudo sacar a toda la mujer.
No siento el niño - dijo ella cuando se sintió libre. La colocaron
sobre una camilla y allí los médicos procedieron a realizar la cesárea. Fueron
minutos dramáticos, de suspenso. Así como horas antes habíamos esperado con
angustia la muerte de Omayra, ahora esperábamos con la misma angustia el
nacimiento de un ser humano.
Fue una niña - dijo el médico, - y está viva pero puede morirse
si no la sacamos ya de aquí - agregó.
Que se llame Esperanza -
gritaron unos.
No, Consuelo - respondieron otros en coro.
¡Consuelo! - dijo la madre, con palabras que salían por entre el
fango que estaba en su boca.
¡Consuelo! gritamos todos.
Entonces introdujeron a la madre ya la niña, y el helicóptero se
elevó y todos quedamos allí llorando de alegría. No sabíamos si las dos
finalmente iban a sobrevivir pero ahora las dos habían luchado contra la muerte
durante tres días y dos noches, las dos allí sepultadas, en el fondo del fango
y del martirio.
El dolor, la ternura, la vida, la muerte, la esperanza, la
impotencia, la rabia, el consuelo. Cada segundo muere una ilusión y un nace una
esperanza. Un maremoto: 250,000 muertos. Un terremoto: 25,000 muertos.
No podríamos vivir siendo conscientes de tanto dolor si no
supiéramos que cada segundo nacen nuevas vidas, jóvenes se besan mirándose los
ojos, madres acunan en su seno a sus pequeños. Después de cada invierno hay una
primavera. Así está hecha nuestra vida, de lágrimas y risas, dolor y placer,
pena y felicidad. Vivamos intensamente, sin temor, pero sobre todo, vivamos
conscientemente con los ojos abiertos: lo que podamos sufrir, lo que podamos
gozar, será la medida de nuestra grandeza.