¿Cómo fue que llegué a
Quillabamba?
El año 1960 egresé de la
Universidad de Ingeniería y estaba haciendo mis pininos en topografía, trazos
de vías y canales, replanteo de lotes, supervisión de construcciones y obras
civiles, pequeños trabajos que no llenaban mis expectativas.
Una tarde me encontré con
dos colegas, amigos muy cercanos, Edo y Tewfick. Los acompañé a comprar unos
discos en “Héctor Roca” luego tomando un
café en el Zela de la plaza San Martín,
empezaron a comentar sobre sus trabajos. Ambos estaban en Pichari, selva a la
margen derecha del Urubamba,
replanteando lotes para una parcelación que estaba realizando el
Gobierno.
- Oye Juan, ¿Por qué no te
vienes con nosotros? Jaegger, mi jefe, nos ha pedido que busquemos gente capaz
y de confianza para un trabajo, esta vez en Quillabamba.
- ¿Y qué es lo que estaban
haciendo por Pichari?
- Una huevada. Replanteo de
lotes. Cuadramos el teodolito, alineamos direcciones y mandamos a los trocheros
a tirar machete. Claro, en plena selva.
-¿No es muy peligroso?
- Bueeeeno… algo, pero si
nos cuidamos no hay problema. Con decirte que el animal más feroz y que nos
jode todo el tiempo es el mosquito. No te rías, al atardecer tenemos que
ponernos repelente y prender fogatas por la “manta blanca” que es una nube de
mosquitos que no te deja ver a dos pasos y se te mete por la boca, nariz,
cuello… Claro que no pican como los zancudos que no te dejan dormir con su
zumbido o como el tábano que tiene un aguijón que perfora la piel de un
caballo. Pero con tu repelente, tu fogata y tu mosquitero la pasas bien.
- ¿Y las víboras?
- La gente del lugar está
acostumbrada. Cada tarde regresan con una sarta de jergones, naca-nacas,
coralillos, pashpas, loro-mashacos que cazan en el camino. Las víboras huyen
del hombre y atacan solo cuando están acorraladas, a excepción claro, de la
shushupe que es una de la más grandes y venenosas y persigue al hombre.
- La otra vez llegó un
trochero en calzoncillos al campamento. Lo había perseguido una shushupe y se
fue despojando de todas sus ropas y tirándolas. La víbora de detenía a
destrozarlas mientras él sacaba una ventaja. Dicen que es la única forma de
escapar.
- ¡Ah! Y tremendo susto
que te diste con el sapo toro.
- Ah, sí. Estaba cansado,
caminando por una trocha antigua y vi una gran piedra (¡queco…, si en la selva
no hay piedras!); cuando quise sentarme la piedra saltó, croando asustada: era
un sapo gigante, el sapo toro. Tremendo susto.
- En las noches buscamos
una playa, encendemos una fogata y armamos las carpas alrededor. Las brigadas
tienen su cocinero y su cazador que nos trae carne de monte (sajinos, samanis, ronsocos, siguayros, pavas
de monte…) y pescados (boquichicos, pirañas, palometas, doncellas,
bagres…). No me quejo de la comida.
- Después, conversamos y
escuchamos música clásica. Edo tiene su tocadiscos y yo mi radio. Precisamente
hemos venido a las galerías Boza a comprar discos en Héctor Roca.
- El ha comprado Karelia
de Sibelius y yo la quinta, la sétima y la novena de Beethoven. No te imaginas
que bestial es tirarse en la arena cerca de una fogata a mirar las estrellas y
escuchar música clásica.
- Pero, ¿Toda la semana
están abriendo trochas?
- No hombre, los viernes a
las tres de la tarde llega un par de deslizadores para llevarnos al campamento
de Pichari.
- El viernes pasado Edo
entró a una olla y casi se queda allí.
- ¿Cómo fue eso? ¿Qué es
una olla?
- Un remolino, como una
espiral que te jala hacia el fondo del río. El fuera de borda entró al borde de
la olla y empezó a dar vueltas, el piloto forzó la máquina queriendo salir. Uno
de los trocheros les tiró una cuerda y jalándolos con mucho esfuerzo pudimos
sacarlos de la olla.
- En el campamento nos
encontramos con la gente de las otras brigadas. Jugamos fútbol, ping-pong,
ajedrez, etcétera y el que quiere se aprovecha para leer.
- Yo me estoy llevando
medio metro de libros.
- Y, el trabajo en Quillabamba ¿cómo es?
- ¡Bestial, hermano! Mira
que Quillabamba es ceja de selva, sobre los ochocientos metros, la llaman “la
ciudad del eterno verano”.
- Las hembritas son de
primera y están botadas, esperando de rodillas que lleguen los ingenieros.
- Además la chamba es diferente. Geodesia, topografía, pero
sobre todo: desarrollo rural.
- Construcción de
carreteras, puentes, obras hidráulicas como bocatomas, desarenadores, canales,
filtros,…
- Viviendas rurales,
centros cívicos, protección de riberas… ¡…ta,!
¡Que hay de todo allí!
- Además es una ciudad muy
bonita, con dos cines y un bulín. Trabajamos con diez asistentas sociales y
diez educadoras del hogar, como veinte ingenieros, agrónomos y civiles, topógrafos, cooperativistas,
dibujantes…
- Cada ingeniero tiene su
brigada y su camioneta, el trabajo es bestial, pero, eso sí, te tienes que
sacar el alma. A veces trabajamos hasta sábado y domingo.
- Hemos armado equipos de
fútbol, básquet y vóley y demás jugamos ajedrez, sapo,
ping-pong y tenis.
- Y… ¿Cuánto pagan?
- El sueldo es bueno. De
cuatro a cinco kilos.
- ¡Sale caliente! Me
convencieron. ¿A quién hay que matar?
- Mañana nos acompañas a
la oficina con tus papeles y….
Al día siguiente firmé el
contrato para mi primer trabajo estable con la Oficina Nacional de Reforma Agraria
(la ONRA) y con mis amigos y colegas Edo y Tewfick nos embarcamos rumbo a
Quillabamba. La primera etapa del viaje
fue Lima - Arequipa. 15 años antes hice este viaje con mi padre. Empezaba a
conocer el Perú y comencé a interesarme por la geografía de mi país. En la
costa atravesamos una sucesión de desiertos y de valles. En los desiertos mi
mente era hipnotizada por la monotonía del paisaje: sol ardiente, espejismos,
arenales y dunas. En los valles me deleitaba con el verdor del campo y el
paisaje que pasaba raudo por la ventanilla de la camioneta. Nunca perdí el goce
del viajero, el empapar mi espíritu de colores, olores, sabores. El placer de
la velocidad, de sentirse incorpóreo, leve.
La novedad, derroche de nuevas experiencias; el enriquecimiento del
conocimiento, ese crecer personal. A los 8 años habían quedado grabadas muchas
experiencias de mi primer viaje. Eran otras épocas, demoramos tres días en
llegar. Pasamos peripecias por las pésimas carreteras, como Pasamayito, angosta
trocha carrozable, camino de tierra bordeado de abismos y sembrado de cruces en
los bordes en memoria de las tantas víctimas de accidentes de tráfico; los
“doce kilómetros angostos”, en las
mañanas en un sentido y en las tardes en el sentido opuesto; Hormigas, pequeño
pueblo fantasma, manzanas y manzanas de casas abandonadas, dizque por la
peste.
Ahora con la carretera
pavimentada el viaje duraba solamente 24 horas.
La gastronomía fue siempre
mi deleite. Los chicharrones de Lurín,
las manzanas de Cañete, los tamales de Chincha, las tejas de Ica, las naranjas
de Palpa. Los camarones, los chupes, el adobo, el caldo blanco, los chocolates
de Arequipa. Nuestro viaje se convirtió en un evento gastronómico.
El viaje en tren
Arequipa-Puno-Cuzco fue para mí un motivo de reflexión. Entrar al mundo serrano
y sentirme miembro de una minoría mestiza, el encontrar la grandiosa y variada
riqueza cultural de esa población andina fue como reconocer a un ancestro, ver
de cerca mis raíces o partes de ella que desconocía.
Me había sentido
avergonzado porque en mi documento de identidad, mi libreta electoral, estaba
registrado como de raza “mestiza”. Al
empezar a conocer la idiosincrasia andina, su visión de la cosmogénesis, sus
mitos y leyendas, la dulzura del idioma, me enamoraba y enorgullecía de esa
cultura. “In pluribus unum”, una en la diversidad, eso eran los quechuas. No hay pueblos iguales. Variedad de ritos,
músicas, comidas, vestimentas, costumbres, y sin embargo una misma
idiosincrasia.
Estuvimos en el Cuzco lo
necesario y suficiente para embarcarnos en tren a Santa Teresa, población que
creció en la hacienda Huadquiña, propiedad de la familia Romanville, una de las
más poderosas y temidas de la región. Después de trabar amistad en el tren, con
Angelita, agraciada hija de un hacendado en La Convención, llegamos a Santa
Teresa, última estación del
ferrocarril. Nos esperaban dos
camionetas para llevarnos, pasando por Santa María, Chaullay, Maranura hasta
llegar a Quillabamba.
En 1964 estábamos a inicios del primer gobierno de Fernando
Belaunde. La revolución cubana seguía
ganando adeptos, El levantamiento de
Hugo Blanco en el valle de la Convención, en el Cusco y las guerrillas de De la
Puente Uceda fueron el motivo que presionó a los políticos a aprobar unas
primeras normas legales sobre reforma agraria.
Quillabamba, la ciudad del
Eterno Verano, capital de la Provincia de La Convención, las actividades
principales son la producción de coca, café, cacao y frutales y la ciudad de
Quillabamba es el centro comercial del valle.
Su aislamiento había generado un pueblo compuesto mayormente por
familias de hacendados y comerciantes, muy conservadores. A pesar de la tensión por el enfrentamiento
de hacendados con campesinos, era una población acogedora, alegre. “La Esquina”, era un cafetín en la plaza de
armas, el principal centro de reunión, donde se saboreaba un café amargo en un
ambiente de conversaciones, chismes, risas.
La plaza poblada por viejos árboles de mango, era testigo de la exuberancia
de la naturaleza: camiones contratados por la Municipalidad para recoger la
fruta tirada en la plaza y botarla al río.
Era la una de la tarde
cuando nos presentamos ante el ingeniero jefe, Benjamín que nos recibió con un
pequeño discurso de bienvenida que marcaría el inicio de un lustro de arduos
trabajos, alimentados por la generosa entrega propia de 50 jóvenes
profesionales que tenían la oportunidad de servir con generosidad a la sociedad
y a su patria.
- “Bueno jóvenes, la ONRA,
Oficina Nacional de Reforma Agraria, ha sido creada por el Presidente Fernando
Belaunde para atender las justas demandas de los campesinos, prioritariamente
en Cuzco, en los valles de La Convención y Lares. La semana pasada ha
sido capturado Hugo Blanco, el principal dirigente y agitador del valle. Los
sindicatos están organizándose para imponer condiciones al gobierno. Los abusos
de algunos propietarios, así como la pobreza reinante es el caldo de cultivo
donde se gestan revueltas. Por otra parte ley 15037 dispone la adjudicación de
las tierras enfeudadas, un minifundio de 20,000 parcelas, respetando las
tierras directamente conducidas por los propietarios, quienes serán compensados
justamente por las tierras que se expropien. Nuestra misión es cambiar el
panorama. La división de Ingeniería Civil está encargada del levantamiento de
los planos de las haciendas y de las parcelas de los feudatarios y del
desarrollo físico: carreteras, puentes, dotaciones de agua potable, centros
comunales, viviendas, campos deportivos. Trabajaremos coordinadamente con la
Oficina de Cooperación Popular que apoyará con materiales y asistencia técnica,
aunque tienen pocos recursos. La división de Agronomía prestará atención
técnica a todos los agricultores, para lo cual tendremos siete oficinas zonales
donde trabajarán las asistentas sociales y educadoras familiares en planes de
salubridad y desarrollo comunal. Las tareas serán coordinadas con las
autoridades locales. Todo el personal foráneo se alojará en las casas que hemos
alquilado para alojamiento y comedores.”
Luego nos llevó al comedor
y nos presentó con el resto del equipo. Repusimos fuerzas con un suculento
almuerzo. Luego nos envió al almacén donde nos dieron nuestro equipamiento
básico y luego misión y destino: la Oficina de Santa María estaba abandonada:
tenía que llegar, instalarme, descansar y al día siguiente ponerla operativa.
Me pusieron una camioneta
con chofer y un ayudante: “el Chuncho” Zamora, un machiguenga urbanizado que
trajo a su familia a la ciudad y trabajaba como guía en las brigadas de
ingeniería.
La oficina de Santa María,
a 40 kilómetros al norte de Quillabamba,
era una casa prefabricada de madera, aislada, construida en un
promontorio, a la otra vera del río, frente al pueblo al que se llegaba por un
puente. El Yanatile era un río
caudaloso, con rápidos, olas y remolinos, pero con algunos remansos en las
orillas. Me instalé rápidamente, puse mi ropa en un rústico armario, y me
preparé para un duchazo.
¡Qué tonto!, – pensé –
teniendo el río a veinte metros pensar en la ducha. Me puse mi ropa de baño y
salí.
- Acompáñame, Chuncho. Voy
al río a bañarme.
- Inge, es bravo el río,
pues.
- Mira, soy medio
marinero, he vivido mucho tiempo junto al mar.
Efectivamente, nací en un
puerto y desde los nueve años he pasado todas mis vacaciones de verano en la
playa de Chancay. Mis amigos, hijos de pescadores me llevaron a pescar al
Kaulán. Este era el mayor de un grupo de
grandes peñascos a cincuenta metros de la orilla, donde se estrellaban las
olas: buen lugar para la pesca de roca. Llegué caminando, con la marea baja y a
las cuatro horas, que pasaron sin sentirlas con la emoción de la pesca, me di
cuenta que las aguas habían subido de nivel con la marea alta: no podría salir
caminando y yo, recién llegado de la ciudad, no sabía nadar. El orgullo me hizo callar. Mis compañeros salieron uno a uno,
nadando. Yo me quedé al final,
observando cómo se tiraban al agua, como movían los brazos y las piernas. Llegó mi turno y haciendo de tripas corazón,
até la sarta de pescados a mi cintura y me arrojé al mar. Me hundí hasta el fondo y pataleé desesperado
hasta salir a flote; moviendo los brazos y piernas no me hundía, tirando los
brazos adelante y echándome en el agua moviéndome como observé que hacían mis
amigos, comencé a avanzar. Cuando llegué
a la orilla, me sentí feliz con una sarta de pescados para asombrar a mi mamá y
hermanos con mis nuevas habilidades. Estas fueron vacaciones de verano durante
doce años, engreído por los pescadores del pueblo, pescando, mariscando,
nadando, las que hicieron que me creyera todo un hombre de mar.
Entré al agua. Era un río
torrentoso, con grandes rocas donde chocaba el agua con violencia. Así no me
podía bañar, pero en la otra ribera había remansos formados por un codo del
río.
Decidí cruzarlo, pero a
las primeras brazadas perdí totalmente el control. Las aguas me aspiraban al
fondo, me lanzaban contra las rocas, me daban volteretas. Me di cuenta de
inmediato del peligro. Daba brazadas para salir a la superficie, me cubría la
cabeza con los brazos para no golpearla contra las rocas, pensé “no hay que
nadar contra la corriente” así que empecé, en los momentos que salía a la
superficie, a dar brazadas en diagonal para acercarme a la orilla.
Luché largo rato pero no
pude contra la potencia de las aguas.
Cansado al límite, ya sin fuerzas asomé la cabeza por última vez,
sintiendo que iba a morir. En ese instante vi al Chuncho Zamora asustado, me
seguía corriendo por la ribera, agitando los brazos. Miré al frente y contemplé
el valle; una V formada por los verdes cerros con un hermoso fondo de nubes de
formas caprichosas dibujándose sobre el azul del cielo, pensé en Tewfick y Edo,
la pena que tendrían de haberme traído hacia mi muerte, en mis padres, mis
hermanos, el dolor que sentirían. Pasaron en mi mente, como en una película, pasajes
de mi vida, desde mis primeros recuerdos. Todo ocurrió en el instante que saqué
la cabeza del agua, luego, un remolino me jaló al fondo del río. Sin un ápice
de fuerza, me abandone resignado, - recíbeme, Dios – pensé y mi mente quedó en
blanco.
- ¡Ingeniero, ingeniero! –
Abrí los ojos y vi al Chuncho llamándome desde la otra orilla. Miré mi cuerpo,
me toqué. – ¡Estoy vivo, no puede ser! – el río, me llevó al fondo y luego me
depositó como a un despojo, un cuerpo
extraño, a la orilla de una pequeña playa en la otra ribera.
¿Por qué los jóvenes nos
creemos indestructibles? Tuve a la
muerte tan cercana y no me asusté. En mi fuero interno me creía inmortal, o
quizá presentía que mi momento final no había llegado.
Seguí las indicaciones del
Chuncho y, aunque estaba agotado, tomé una senda al borde del río hasta llegar
al puente frente al poblado de Santa María. El Chuncho me estaba esperando,
todavía con cara de susto, con mis sandalias y toalla en las manos.
- ¡No le cuentes esto a
nadie, eh!? – Contestó con una sonrisa cómplice. De ahí en adelante sería mi
más fiel compañero en los cuatro años de trabajos en el valle.
Me preparé un café, salí y
me senté en el suelo escuchando el concierto de chicharras que anunciaban el
fin del día. Era las seis de la tarde. En lontananza, el cielo se hería de
colores mientras las sombras de la noche
trepaban por los cerros. A pocos metros
la carretera, una angosta plataforma de tierra apisonada, después el río con su eterno murmurar. A la izquierda Chaupimayo, una hacienda donde
se habían cometido crueles abusos, ahora pretendida por las víctimas. A la derecha el angosto valle, bordeado por
cerros cubierto de bosque. Me gustó el
nuevo mundo, tan primitivo, habiendo tanto por hacer. Luego pensé en mi extraña salvación en el
río.
Es una señal – pensé -
para el comienzo de una vida diferente, me siento como un niño recién nacido:
de hoy en adelante voy a aprender lo que verdaderamente significan las palabras
y conocer lo que existe sin palabras que lo expresen o describan. Hoy he salido
de la cárcel del alfabeto donde solo se puede vivir lo que se puede expresar
con palabras. Hoy ha muerto el otro yo, educado por la sociedad para ser uno
más de tantos. Hoy se toman de la mano mi razón, mis emociones y mi voluntad:
la vivencia como el sexto sentido para aprehender la realidad. Ya no sé que es
el amor, el odio, la guerra, la paz, nada. Todo tengo que conocerlo de nuevo,
no por experiencias de segundas personas.
Entré a mi oficina, cerré
los ojos, puse la mente en blanco y me dormí.
Soñaba con el mar, con el rumor de las olas, mas de pronto mi mente
despertó alerta. Afiné el oído.
Extrañado me levanté y miré por la ventana. Una turba de unos cincuenta
campesinos caminaban por la carretera portando antorchas, en dirección a mi
oficina.
- ¡Tierra o muerte! –
gritaban.
- ¡Causachum sindicato!
- Causachum, causachum!
Al acercarse a la casa uno
gritó:
- ¡Hay que quemar las
oficinas de la ONRA!
- ¡Fuego!, ¡Fuego!,
¡Fuego!, - coreaba la muchedumbre.
Era el sindicato. Las
protestas por haber capturado hace unas semanas a su líder Hugo Blanco. Iban a
prender fuego a la casa. Miré a mi costado: dos cilindros de gasolina. La
camioneta, felizmente había retornado a Quillabamba, volvería mañana.
Ya estaban a veinte
metros. Tomé una decisión, me puse apresuradamente las zapatillas, cogí una
manta, hice un plan: esperar que estén frente a la puerta principal tratando de
forzarla, yo saldría corriendo por la puerta trasera y me internaría en las
chacras escondiéndome entre los árboles hasta que terminara el incidente.
Llegaron a la casa y
empezaron a tirar piedras (yo miraba por una rendija de la pared). Un campesino
se separó del grupo con un bidón de gasolina en una mano y una antorcha en la
otra. En ese momento, todos callaron, se escuchó el sonido de un vehículo que
se acercaba por la carretera.
- Es Valdivia – gritó uno
– vamos tras él.
Valdivia era un hacendado
dueño prácticamente de todo el poblado de Santa María, repudiado por el
Sindicato. Los campesinos corrieron tras la camioneta que se dirigía a la casa
hacienda. Di un suspiro de alivio. No ocurrieron más incidentes esa noche,
aunque no pude cerrar un ojo. A la
mañana siguiente llegó la camioneta manejada por el negro Vásquez y con
el Chuncho y me llevó de retorno a
Quillabamba.
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