22 may 2014

Quillabamba - 7 Elisa

 Elisa
En la década del 60 aún no había muerto el romanticismo. En la oficina éramos 3 ingenieros civiles y 12 topógrafos y ese día llegó el número 13, Héctor. Era un selvático alegre, dicharachero, amante de la buena comida y sobre todo de la bebida. Había pedido una semana de permiso que utilizó para ir a su ciudad natal, Tarapoto.  Betty, una hermosa colegiala, era su enamorada pero sus padres en franca oposición, contrataron unos matones que le dieron una paliza y lo botaron del pueblo.  Héctor y Betty siguieron comunicándose por correo, a través de una compañera de colegio que recibía y enviaba la correspondencia.  Se pusieron de acuerdo y un día prefijado, llegó Héctor en una avioneta, Betty lo esperaba escondida con sus maletas en el aeropuerto, se embarcó inmediatamente y sin apagar el motor la avioneta se elevó llevando a los amantes.  Así fue cómo llegó Héctor con su flamante pareja, envueltos en un halo de romanticismo y aventura.
Benjamín, nuestro jefe, nos reunió a todo el equipo de ingeniería y nos comunicó que la Iglesia le había solicitado el levantamiento de los planos de sus predios rurales, haciendas que estaban en Lares, valle lejano y de difícil acceso.  Cuatro horas de viaje en camioneta y de tres a cinco horas de caminata por senderos poco transitados.  Selva baja, húmeda, poco trabajada, abundante vegetación, osos, jaguares, sajinos, víboras, es decir una ensalada de cosas nuevas y excitantes. Además yo había estado revisando las fotografías aéreas de la zona y había descubierto en las alturas no exploradas de Plateriayoc (en Santa Rosa, uno de los predios de la Iglesia) algunas formas geométricas que daban la sensación de ser ruinas de incaicas cubiertas por la vegetación.  La historia del “Paititi”, legendaria ciudad oculta buscada intensamente desde la colonia, había despertado en mí un afán aventurero.
- Bueno – dijo el jefe – como todos ustedes ya tienen su tarea, el que va a viajar a Lares es Héctor, al mando de cuatro brigadas de siete hombres.  Espero que hagan el trabajo rápido y estén de vuelta en no más de tres meses.
Todos quedamos silenciosos; esto cortaba de inicio su luna de miel, pero Héctor era un topógrafo con experiencia y en realidad los otros topógrafos estaban abrumados de trabajo.  No lo pensé mucho y me dirigí al jefe:
- Ingeniero, una sugerencia – le dije – el levantamiento de los planos tiene que hacerse sobre una base geodésica, que es en lo que estoy trabajando. Yo podría trabajar en la base geodésica y a la vez dirigir a las cuatro brigadas en el levantamiento de los planos de la Iglesia.  De esta forma se podría aprovechar para que Héctor apoye en el trabajo local.  Además no se le cortaría su luna de miel, mire, Betty (su esposa) está por llorar.
- Tienes razón, Juan.  Encárgate de seleccionar tus brigadas, sacar equipo de almacén, comprar provisiones y busca todos los antecedentes de los fundos de la Iglesia.-
- Me reuní con los topógrafos asignados y planificamos la campaña:
- Ustedes dos se encargan de la selección y contratación de trocheros, cocinero y cazador.  Tú vas a comprar provisiones, tú me haces una lista de material y equipo para revisarla y luego la sacas de almacén, además te pides un botiquín para cada brigada.  Vargas, Quintanilla, preparen sus camionetas que partimos pasado mañana.
Por supuesto, Héctor y Betty quedaron muy agradecidos.  Jaime Trelles me prestó su carabina calibre 22 de veinte tiros: “me traes una piel de oso”, me recomendó.  Preparé mi carpa, mi bolsa de dormir, mi cuchillo de caza, mi navaja suiza, mi cantimplora y mi caña de pescar.
El día de la partida desayunamos en el mercado de Quillabamba.  El desayuno era la comida más suculenta del día.  Un caporal (vaso grande) de jugo de frutas, un plato hondo de avena, cuatro panes, arroz con frijoles ocultos por un bife más grande que el plato. Normalmente la segunda comida la hacíamos a las 6 de la tarde, de regreso al campamento.  A medio día un sánguche y una gaseosa.
Me gusta viajar, sentir el viento cálido golpeándome la cara, respirar el aire con aromas de tierra húmeda y flores silvestres, llenarme la vista de ocres y verdes, ver los paisajes deslizándose a mis lados.  Árboles de mango, café con sombra de pacaes, cocales, huertos vergel, pastizales, cacaotales.  Derroche de vegetación, de olores y colores.
Después de cuatro horas llegamos a Ccorimayo, final de la carretera.  Cargamos nuestros bultos y caminamos por senderos poco transitados durante tres horas hasta llegar un lugar aparente para instalar nuestro campamente: una pequeña explanada al borde del río.  En todo el trayecto solamente nos cruzamos con dos personas que rehusaron a entablar conversación con nosotros.  Cortar la maleza, armar carpas, recoger leña, explorar alrededores, fue la tarea de nuestro primer día.  En la noche, planeamos con mis topógrafos las tareas del día siguiente. Sedado por el cansancio, entré a mi carpa, cerrándola herméticamente para evitar ingreso de bichos indeseables, me metí en mi bolsa y me dormí, como un tronco, hasta el día siguiente.
Mi trabajo consistía en hacer un levantamiento de precisión de una poligonal a lo largo del camino principal que bordeaba el río, por lo que tenía que recorrer esa vía pasando por los fundos que se encontraban a ambos lados del valle: esto me dio oportunidad de conocer a los propietarios y moradores de estos fundos.   Al final de cada jornada revisaba los trabajos de las cuatro brigadas.
Así conocí a Ernesto, ingeniero agrónomo que había estudiado en Argentina.  Nos hicimos amigos y nos gustaba hacer competencia con nuestras armas, practicando puntería sobre pavas de monte y siguayros, para llenar las ollas.  A veces me quedaba a dormir en su fundo, Paucarpata.  Una piel de oso de dos metros era mi colchón.  Abundaban los osos pero era muy difícil acercarse a ellos.  Poblaban las quebradas en sus partes más salvajes, donde no llegaba el hombre.  Con Ernesto nos contábamos nuestras vidas y experiencias, era un buen amigo.
Las brigadas regresaban al campamento a las 5 o 6 de la tarde, pero un día no se presentó una brigada.  Se hizo de noche, imposible ir a buscarlos.  Esa noche nos acostamos preocupados, rezando para que no les haya sucedido alguna desgracia.  Al día siguiente llegaron, portando un sajino colgando, patas arriba, de un palo.  Lo habían cogido distraído mientras hollaba la tierra en busca de raíces.  Un golpe con una piedra en la nuca fue suficiente, pero el animalito tenía familia: llegó una piara salvaje atacándolos.  A duras penas pudieron subirse a unos árboles para evitar ser presa de sus agudos colmillos.  La manada hizo guardia hasta la media noche, en que se retiraron.  Tuvieron que dormir amarrándose a los árboles, tiritando con el frío y la humedad (era un bosque húmedo), pero regresaron contentos por haber salido sin daños de la experiencia.  Ese día descansamos.  El cocinero se portó de maravilla.  Estábamos hartos del charqui y los fideos y el banquete fue memorable: sopa de trucha, asadura (entrañas fritas), chicharrones, adobo.  Acompañado con uncuchas (papa salvaje) a la brasa.
Me gustaba caminar solo.  Con el machete en la mano, el cuchillo de caza y la cantimplora al cinto.  A veces con la escopeta a la bandolera.  Un día, al levantar la vista en el camino, me encontré cara a cara con un jaguar.  Estaba a unos diez metros.  Lentamente descolgué la escopeta (era calibre 22, muy poco para esa fiera) pensando que tendría que darle en la cabeza o estaría en serios problemas. En una fracción de segundo, antes que pueda apuntarle con el arma, el jaguar se deslizó como un rayo, desapareciendo en la maleza.   Estaba tan asustado como yo.  No se reportaban en la zona ataques de jaguar, muy pocas personas habían visto uno.  Yo era tan joven y valiente (o tonto) que me sentí feliz de haber tenido esa experiencia.
Las serpientes y víboras no eran mayor problema. Se decía que el único remedio para una picadura de víbora era chupar y escupir el veneno; la Curarina o el jugo de maguey eran los remedios caseros pero poco efectivos.  Sin embargo nunca se dio el caso de un trabajador mordido por una víbora.  Además, casi todos los días las brigadas regresaban con sarta de serpientes cazadas en los caminos.  Uno de los trocheros vivía con dos serpientes rojas, no venenosas por supuesto, dentro de la camisa: eran sus mascotas. Cuando llegaba a casa de los feudatarios, aisladas, a mitad de cerro, a veces me recibía una especie de ladrido: era una pashpa, serpiente de 1 a 2 metros que se alimentaba de ratas y cuidaba las casas, como un perro,  con el beneplácito de sus moradores.
Cierto día me encontré con un jergón tomando sol en medio del sendero.  Este es una víbora venenosa, de unos ochenta centímetros de largo.  Se levantó, presto al ataque.  Blandí mi machete, presto a la defensa.  Nos miramos por largos minutos...,  yo di un paso atrás y el jergón reptó como un rayo, saliéndose del camino e internándose en el monte.  Respeto mutuo.  Sentí una risa a mis espaldas una linda muchachita de pelo rubio se burlaba de mí.
- ¿Se asustó? – preguntó.
- ¿Quién, el jergón o yo?
- Usted.
- Yo no.  El jergón sí, ¿viste como salió huyendo? – Ella rió.
- ¿Quién es usted?
- Yo soy Juan.  El ingeniero que ha mandado la Iglesia para levantar los planos de sus fundos.  Y tú ¿quién eres?
- Yo soy Elisa y esta es mi hacienda, Sairychaca.
- Siento un olor a pan ¿o me engaño?  Hace un mes que no como pan.
- Es en mi casa, mi mamá prepara pan todos los días.  Sígueme.
Su casa era modesta pero hermosa.  Rodeada de flores.  Un porche amplio que daba a un patio donde había un horno.  Una señora regordeta, de cara feliz estaba sacando del horno una plancha de panes humeantes.  Nos presentamos, me invitó a tomar asiento en el porche mientras probaba su pan caliente (exquisito) y Elisa exprimía unas naranjas.  Fue una acogida muy cariñosa, estuvimos largo rato conversando: los visitantes eran tan raros por allí.  Me forzaron (no mucho) a quedarme a almorzar un suculento caldo blanco de gallina, arroz con frijoles con guiso de gallina, rodajas de guayaba con miel de abeja, unas galletas caseras y un delicioso (irrepetible) café de manajaraco.  El manajaraco es un ave que baja de las alturas a comer la fruta del café del valle.  Al volver a sus moradas siembran con su excremento las semillas del café, que crece salvaje en las zonas altas.  Este café de altura tiene un sabor fuerte y un aroma intenso.
Acordé con la mamá comprarle un ciento de panes cada dos días, así que mis visitas se volvieron frecuentes.  Nos hicimos muy amigos con Elisa, y luego algo más que amigos, nos encontrábamos en una cabaña abandonada escondida en el monte, además su mamá no estaba siempre en casa.
Ya no iba al fundo Paucarpata.  Ernesto había viajado al Cuzco a ver a sus padres, así que cuando me enteré de que había regresado, decidí volver a visitarlo.
- Ingeniero, mejor no vaya a Paucarpata – me recomendó el chuncho, que era mi ayudante personal.
- ¿Por qué me dices eso? Ernesto es mi amigo.
- Me han contado que el ingeniero Ernesto se emborrachó la otra vez y dicen que lo está buscando, con su escopeta para matarlo a usted.
- ¿Matarme a mí?  Pero si es mi pata  ¿Por qué quiere matarme?
- Dice que usted le quitó a su novia, la señorita Elisa.
¡Menuda sorpresa!  Ernesto nunca me contó de Elisa.  Elisa nunca me contó de Ernesto.  Al día siguiente fui con mi bolsa a comprar mi ciento de panes.  Elisa estaba sola.  Al verme se prendió de mi cuello y me besó.  La separé apurado.  Me miró asustada.
- ¿Por qué no me dijiste que Ernesto era tu novio?
- Pero si no es mi novio.  Sólo es mi amigo.
- Dicen que está emborrachándose por que le he quitado a su novia.
- Pero si Ernesto no toma licor y yo no sabía…
- Ha de estar muy enamorado de ti para cambiar de hábitos, y tú, ¿lo quieres?
- ¡Claro, es muy bueno!  Además somos amigos desde niños.  Pero nunca me dijo nada.
- Mira Elisa, Ernesto también es mi amigo y lo estimo mucho.  No quiero herirlo.  Lo nuestro está acabado.  Sólo te aconsejo una cosa: busca a Ernesto, cuéntale todo, pero dile que lo quieres.  Te aseguro que te va a comprender y vas a ser muy feliz con él. 
Se abrazó a mí sollozando, pero luego comprendió.  Lo nuestro era solo una agradable aventura.  Me dio un largo beso y luego, puso el pan en la bolsa.  Cuando me retiré estaba llorando en silencio.
Las provisiones se acabaron, nuestros vecinos no querían vendernos sus gallinas o sus cerdos.  Llegó un momento en que padecimos hambre.  Salíamos a cazar al monte pero los osos nos miraban al otro lado del río, que era inaccesible y no encontrábamos carne de monte.  Solo nos alimentábamos, además del pan, con las pocas aves que conseguíamos cazar, eventualmente algún pequeño siguayro, algunas serpientes comestibles y las truchas que pescaba con mi caña que también eran escasas.
Buscando caza, encontramos una mina de plata abandonada, con calderos con inscripciones del siglo XVIII, y un brote de azogue (mercurio) que era usado para amalgama, llenamos dos botellas que pesaban 10 kilos cada una.  En Amparaes, encontramos una enorme roca con inscripciones, símbolos y dibujos incaicos.  Ya habíamos levantado el fundo San Pedro y estábamos terminando el trabajo; nos faltaba Plateriayoc, la parte alta del fundo Santa Rosa, donde yo había encontrado en las fotos aéreas, trazos rectos como de ruinas.
Para acabar ese tramo del levantamiento, llevé a tres brigadas.  Personalmente me encargaría de dirigir “in situ” el trabajo.  Llegar a la cumbre fue una hazaña.  Primero tuvimos que atravesar un tramo del lecho del río donde el derrumbe de un cerro había dejado un delta de rocas al descubierto, que destacaba blanco en su falda, como un mandil triangular, una mancha en el paisaje verde de los cerros de esa selva húmeda.  Caían galgas, esto es piedras que se deprendían de las alturas llegando al lecho del río a una fantástica velocidad, estrellándose con otras rocas y reventando en esquirlas.  Teníamos que estar atentos y cuando no caía ninguna galga, atravesábamos ese trecho a la carrera.  Si en el trayecto se soltaba alguna, corríamos desesperados por salvar nuestras vidas.  Un trochero que corría más despacio porque llevaba una caja metálica con instrumentos, fue sorprendido por una galga que solo llegó a rozar la caja.  Cuando miramos, un borde de la caja metálica había sido cortado limpiamente, como con un cuchillo.
La subida fue espantosa.  Estaba nublado y lloviendo.  Todo el trayecto era sobre fango y atravesando una espesa vegetación.  No había caminos y en gran parte teníamos que abrir trochas con machete.  El avance a través de la niebla era lento y nos sorprendió la noche, y con ella la oscuridad.  Estábamos mojados, congelados hasta los huesos, famélicos.  El desayuno había sido franciscano.  Un par de muchachos, los menores, lloraban; ordené detenernos.  Dormimos entre los árboles, sentados en el fango, con un frío intenso, apretados unos con otros para no perder el calor de los cuerpos, cubriéndonos con plásticos de la lluvia.
Me despertó unos gritos.  Uno de mis muchachos, con la tenue luz del alba, había caminado unos cincuenta metros y encontrado una vivienda, sobre la cual se elevaba un penacho de humo.  ¡Nos habíamos detenido a pocos metros de una casa habitada!
Era una vaquería y el pastor nos dio a tomar la leche tibia, recién ordeñada, que bebimos sin moderación urgidos por el hambre.  Armamos un par de carpas y prendimos una buena fogata dispuestos a descansar, cuando comenzaron los cólicos y las diarreas. ¡Todo el equipo enfermo!  Leche fresca: un alimento muy fuerte para nuestros debilitados organismos.
Nos llevó cuatro días terminar el trabajo.  El pastor nos vendió queso, charqui y maíz con lo que pudimos subsistir.  Al amanecer del quinto día bajamos del cerro.  Cuando subimos yo iba a la cabeza del grupo; en la bajada, a la cola.  La subida duró diez horas.  La bajada, de día y con sol, tres. Al quedarme relegado, solo, me dispuse a investigar.  En las fotos aéreas, en la falda de ese cerro me pareció ver sombras de trazos rectos marcando la vegetación.  Caminé hacia la izquierda examinando el paisaje hasta que vi lo que pudo haber sido un sendero.  Con mi machete, abrí trocha y avancé hasta encontrar una especie de andén de piedra trabajada finamente, sin intersticios, cubierta de vegetación.  Tenía unos treinta metros de largo, indudablemente era una ruina incaica, pero ¿parte de qué? No una ciudad en una ladera tan empinada, ¿un andén de cultivo?, ¿un templo?, ¿un mirador?  Seguí buscando por media hora y no encontré nada más.  Me prometí volver algún día.  Para emociones ya había tenido suficientes.
Cuando llegamos al campamento, encontramos a un ingeniero enviado por el jefe para rescatarnos. El Servicio de Inteligencia le había comunicado que estábamos en peligro porque varios hacendados, creyendo que les iban a quitar sus fundos, se habían reunido complotando para sacarnos del medio a viva fuerza.  No lo creí, mis relaciones con los hacendados era bastante buena.  De todas maneras, habiendo terminado el trabajo, emprendimos el regreso.  Las camionetas nos estaban esperando en Ccorimayo, la punta de carretera, y nos llevaron de regreso a Quillabamba.  Un merecido descanso.
Un año después, caminando por una calle del Cuzco, me tocaron el hombro, volteé y me encontré con Ernesto.  Me abrazó efusivamente, nos saludamos cariñosamente.
- Juan, esta es Elisa, mi señora y este es mi hijo.  Ustedes ya se conocen.
Elisa me abrazó, nos emocionamos los tres.
- Esto hay que celebrarlo – dije – Vamos a la quinta Zárate, es hora de almorzar. Tienen que contarme cosas.  Y ¿cómo se llama este hermoso zorrito (gringuito)?
- Se llama Juan Ernesto – dijo Elisa.
-  En recuerdo de un gran amigo que tuvimos en Lares.


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1 comentario:

  1. Autobiográfico?? real, se siente , se palpa se vive, el olor de la selva, las lluvias , los caminos inhóspitos.EXCELENTE, HERMOSO, MARAVILLOSO relato es como ver una imagen en cámara lenta.En el tono sepia del pasado .
    UN BESO

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