8 jul 2011

Diez mil rosales


Era un plácido domingo el 31 de mayo de 1970, un día muy especial, Isaac García, “el Mayor”, jefe de la Oficina de Catastro, estaba escuchando las noticias mientras inocentemente regaba las plantas de su jardín sembradas por su hijo Manolito, (el Mayor ni se imaginaba que eran de marihuana),  cuando comenzó el sismo en Lima.  Pasado el susto encendió la televisión para oír las noticias: “…a las 3:23 p.m. ocurrió un movimiento telúrico de gran intensidad con epicentro frente a las costas de las ciudades de Casma y Chimbote, y destruyó casi por completo todos los centros poblados, desde Recuay por el sur, hasta Huallanca por el norte. El sismo provocó además el desprendimiento de un bloque de nieve y hielo del pico oriental del nevado Huascarán, provocando un alud que sepultó a la ciudad de Yungay y los pequeños pueblos vecinos del distrito de Ranrahirca.”

En Yungay estaba trabajando el Ingeniero Manuel Morales con una brigada de siete hombres. Precisamente estaban terminando el levantamiento para elaborar los planos de los predios rurales: esta desgracia afectaría profundamente a nuestra oficina, pero Manuel quedaría como un héroe muerto en acción, ejemplo para sus compañeros.
Al día siguiente, a primera hora,  el Mayor nos reunió a todos los jefes en su oficina para tomarnos un café mientras se disponían las medidas necesarias sobre el caso de Manuel y para ver como poníamos todos los recursos de la oficina para ayudar a los damnificados. La congoja era general, Manuel era un buen amigo aunque medio cabreado para el trabajo. Uno iba a encargar una misa en memoriam, otro iba a hacer una colecta para la viuda, a mi me encargaron un anuncio en El Comercio, otro vería que beneficios por fallecimiento le corresponderían… cuando de pronto sonaron unos golpecitos en la puerta, esta se abrió y asomó una cabeza: ¡Manuel!
- ¿Qué estás haciendo aquí? Tu lugar está en Huaraz y yo no te he autorizado para que regreses a Lima. ¿Dónde está tu gente?
- Buenos días Mayor, tuve que venir a Lima por un asunto urgente y no pude avisarle a tiempo. Pero traje a toda la brigada conmigo. Solo se quedaron los instrumentos y los planos.
La verdad es que se había escapado a Lima con su gente, sin permiso, creyendo que regresando el lunes a primera hora no se darían cuenta. Todos estábamos conscientes de eso, nadie se tragó la mentira.
- Muy mal hecho. Has dado un mal ejemplo a toda la oficina y me has engañado.
- Pero Mayor, debería premiarme por haber salvado mi vida y la brigada.
- Tienes razón, como premio acompáñanos a tomar un café. Como castigo tienes una sanción de quince días de suspensión sin goce de haber por escaparte del trabajo, anotada en tu archivo personal. Y que todo el mundo lo sepa.  ¡Y que no se repita!
El regocijo fue general, así como las risas y abrazos, pero Manuel no se salvó del castigo.
Anteriormente se habían contratado fotografías aéreas de todo el Callejón de Huaylas, y estas se habían tomado días antes de la tragedia. Inmediatamente después tomaron otras fotos y así teníamos información gráfica de primera: el antes y el después. (Algunos mal pensados se preguntaban si la vibración de los aviones volando a baja altura para tomar las fotos no habrían aflojado las placas de hielo que se desprendieron del Huascarán provocando el alud).
Conociendo la información que teníamos, el General Vargas amigo del Mayor llevó a la oficina un geofísico francés, testigo con su esposa de la tragedia de Yungay. Entre café y café nos contó su experiencia:
- Estaba con mi esposa saliendo de Yungay en la camioneta, cuando a la altura del cementerio se inició el terremoto. El asfalto de la carretera ondulaba y se producían grietas en él. Dejó de moverse el piso y oímos un bramido sordo, lejano, parecido al ruido del terremoto, en dirección al Huascarán. A lo lejos se venía acercando una gigantesca nube de polvo: llegaba un aluvión sobre nosotros. Automáticamente miré la hora: las 3:15 de la tarde. Bajamos del vehículo para buscar refugio, el único probable era el cementerio, construido sobre una colina artificial, una huaca pre-incaica.  Mientras corría volteé a mirar y vi una ola de lodo gigante, alta como un edificio de veinte pisos, que se acercaba velozmente. Trepamos apurados a la tercera terraza, atropellándonos con la gente que nos precedía cuanto sonó ¡plaf!, un fuerte latigazo del lodo que chocó frontalmente con el cementerio convirtiéndolo en una isla, unos cinco metros más debajo de donde habíamos podido llegar. Yungay había desaparecido. Llegó la nube de polvo que oscureció el cielo dejándonos en la penumbra.
El geofísico quedó muy impresionado con la calidad de información que encontró: Como teníamos los planos antiguos y los nuevos de Yungay, podíamos, si fuera necesario, replantear en el terreno todas las manzanas y casas de la ciudad para reconocer la propiedad de los antiguos dueños o sus herederos.
- Si sobreponemos este plano transparente de la ciudad, sobre la foto rectificada a escala de lo que ha quedado, mire: coinciden las palmeras, el Cementerio también coincide. Aquí debe aquí estar la iglesia, la Municipalidad, el Banco de la Nación,…
- Mayor, he leído en una revista que en el Banco de la Nación quedó sepultado un millón de dólares, guardado recientemente, o sea que…
- Sí, si vamos al terreno y tomamos como referencia los puntos notables que subsisten, con un teodolito podíamos, con un error no mayor de 20 centímetros, indicar donde tendrían que excavar, exactamente tantos metros como para llegar al techo del banco, atravesarlo y recuperar todo ese dinero.

Después, por otras fuentes nos enteramos que el General Vargas se había presentado ante el Presidente, General Juan Velazco, y le había contado cómo podrían recuperar el millón de dólares. Velazco había montado en cólera y dijo:
- ¡Carajo...!  Pero ¿a qué miserable se le ocurre pensar en dinero en una tragedia como ésta? ¡Si quisiera, podría ordenar al Banco de Reserva poner en circulación billetes no por uno sino por el valor de diez millones de dólares. ¡Qué nadie toque esas tierras! De inmediato, prepárenme un decreto  para convertir Yungay en un Santuario Nacional. ¡Y dispongan lo necesario para que sobre toda la superficie de la ciudad se siembren rosas, 10,000 rosales para honrar a los 21,000 ciudadanos cuyos restos reposan en este enorme cementerio!
Y así se hizo.

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