21 jul 2011

La Gata Flora


Mi gata “Minina” me domina.
Cuando quiere jugar me persigue, trepa sobre mí, frota su húmeda y fría nariz en la mía, o en mi mano, exigiéndome una caricia. Me obliga a complacerla. Cuando se cansa, simplemente se marcha y no le importa que yo quiera seguir jugando con ella.
Cuando quiere comer camina a mi lado, frotándose en mis  pies y maullando: su miau de “quiero comer” es diferente al de “juega conmigo” o al de “acaríciame”.
Cuando estoy escribiendo se trepa a mi laptop y camina sobre el teclado.  Alucino que me escribe y trato de traducir el galimatías.
Es una tirana. Hace lo que quiere conmigo y me otorga su atención cuando se le antoja.
Una noche, después de su escapada nocturna, se introdujo en mi cama y se acunó en mis brazos. Le bastó un par de acariciadas en mi mejilla con su patita mullida para hacerse aceptar. Nos quedamos dormidos los dos.
Soñé que era un gato y estaba enamorado de una hermosa gata de oblicuos y enormes ojos verdes. Ella estaba rodeada por una corte de gatos que esperaban sus favores. Cuando me acerqué, lanzó un maullido iracundo y su corte se abalanzó sobre mí arañándome y mordiéndome hasta que los calmó con otro maullido. Cuando quise retirarme, sus admiradores formaron un semicírculo evitando que huyera. No me quedó más remedio que incorporarme a su devota corte. Me dedique, como el resto, a hacerle mimos y halagos con la esperanza de que me diera una mirada amistosa, un indicio por lo menos de que podría ser merecedor de sus favores.
Cuando desperté, extrañado por mi sueño, mi gata ya no estaba conmigo.
Llegué un poco tarde a la oficina y me presenté ante mi jefe para recibir instrucciones, me recibió en su despacho su nueva secretaria: una muñequita con cintura de avispa, caderas como un trompo, cuello de cisne y “grandes ojos verdes, oblicuos” como los de la gata de mi sueño. Quedé sin habla.
-       ¿Puedo hacer algo por usted? – preguntó.
-       No se imagina cuánto, señorita, pero ¿quién es usted? ¿de dónde ha salido?
-       Mi nombre es Flor, estoy reemplazando a Chela que está de vacaciones, pero dígame, ¿Qué quiere usted?
-       Sería impropio que se lo dijera, pero, perdone la pregunta, ¿usted cree en el amor a primera vista?
-       ¡Qué pregunta! No,  no creo.
-       Entonces tendremos que vernos otra vez. ¿Qué le parece si  la invito a almorzar? Usted es nueva y no conoce el barrio. Así aprovechamos para contarle de la oficina, los compañeros de trabajo, las costumbres que tenemos y los últimos chismes.
-      ¡Qué atrevido! Por supuesto que no.
-       Entonces paso por usted a la una de la tarde. Mi nombre es Oswaldo.
Ese fue el comienzo. Yo estaba obsesionado con ella y ella jugaba conmigo. No me decía que sí pero tampoco me largaba. Un día decidí dejar de pretenderla, nunca alguna mujer me había tenido en ese plan: no fui a recogerla para almorzar y a la salida no la acompañé hasta dejarla en su casa, como lo hacía habitualmente. Al día siguiente me hizo llamar con el conserje y con lágrimas en los ojos me increpó por haberla abandonado en esa forma.
Era totalmente incongruente. Otro día me regañó en el almuerzo por no haberla saludado por su cumpleaños (yo no sabía) y cuando en la tarde le envié un ramo de flores, me increpó porque “que iban a pensar en la oficina”. Al día siguiente le di su regalo: una sortija con un pequeño topacio: me lo devolvió diciéndome que el topacio no era su piedra.
Cuando almorzábamos era corriente que no le gustara el plato que había pedido y comiera del  mío. Si la llevaba al cine, siempre estaba descontenta de la película y me recriminaba por no haberla llevado a ver otra. Cuando quería besarla, me rechazaba indignada, sin embargo, otras veces, sin motivo aparente, se acunaba en mi pecho y me daba un rápido beso.
El tiempo se cumplió, Chela regresaba de sus vacaciones al día siguiente y yo estaba tumbado en mi cama, meditando. A lo lejos escuché la sinfonía de gatos de todas las noches: mi gata daba su vuelta por los techos hasta que se encontraba con un galán. Seguían los ronroneos y enamoramientos, luego  los gritos de mi gata que al final maullaba correteando y arañando a sus amantes.
Reflexionaba sobre la fascinación que Flor ejercía sobre mí. Fascinación, como las serpientes sobre sus víctimas, como los gatos sobre los pericotes y palomas que cazaban. Incongruencia, como mi gata que atraía a sus galanes, gritaba al hacer el amor y gritaba más cuando sus amantes escapaban. De repente se formó una palabra en mi mente: Gata–Flor.
Acudí a los diccionarios: “Argentinismo, el gataflorismo, es una condición exclusiva de las mujeres  a quienes no hay cosa que les venga bien. Se resume en estas palabras. Parece la gata Flora, si se la ponen grita, si se la sacan llora”.
No volví a ver a Flor, pero Minina cambió de nombre: ahora se llama “Flora”.

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