31 dic 2011

Pishtacos

Pishtacos


24 de junio de 1999, día del campesino, día de San Juan, el día más frío del año.  En Lacco, pequeño pueblo de Ayacucho, como en toda la región andina, este día se celebra saliendo al campo y encendiendo grandes fogatas (los fuegos de San Juan) que duran toda la noche, alrededor de las cuales se agrupan jóvenes y viejos para escuchar narraciones de historias y leyendas rurales mientras calientan sus cuerpos con el tradicional “quemadito”  (aguardiente con cáscara quemada de naranja) y con las mistelas (vino caliente con  frutas y clavo de olor) calmando su hambre con el cancachu (carne seca tostada), el pushpu (mote de habas), la cancha (maíz tostado) y queso.
Ese día llegan al pueblo los estudiantes, universitarios, trabajadores, profesionales, y otros,  muchos de ellos residentes en el extranjero, en la capital o ciudades importantes, para celebrar la fiesta del pueblo.  Muchos, sobre todos los jóvenes, deseosos de reconocer sus raíces y reafirmar su cosmovisión andina en este reencuentro con su terruño.
En la década del 60, en el Perú habían desaparecido las grandes haciendas y con ello termino el feudalismo.  Anteriormente las haciendas eran explotadas gracias a la mano de obra de los feudatarios, existiendo, rezagos de la colonia, un sistema de explotación irracional y abusivo de los campesinos.
- Abuelo, ¿cuántos años tienes?
El “abuelo” era el patriarca del pueblo y presidía la reunión alrededor de una gran fogata.  A pesar de su avanzada edad seguía trabajando en el campo con una fortaleza envidiable.  Era una fuente inagotable de información, su gran memoria aunada con su facilidad para el relato, hacía de él el personaje central de estas reuniones anuales.
- Yo nací en la época de Leguía, el mejor presidente que ha tenido el Perú, que fue injustamente acusado y condenado muriendo en la pobreza y la ingratitud. Nací en 1930, en La Convención, en una gran hacienda.  Era un feudatario y pagaba mi pongaje al igual que muchos otros.
- Cuéntanos como era eso del “pongaje”.
- Para usar un pequeño pedazo de tierras, los campesinos teníamos que hacer el pongaje 15 días al mes.  El pongo era como un esclavo que servía como peón o como doméstico, controlados muchas veces a fuerza de látigo por el capataz.  La mujer, era mitani, como el pongo.  El patrón la escogía entre las más jóvenes para limpieza, lavado, cocina y, frecuentemente para su placer personal.
- ¿Y cuánto te pagaban por su trabajo?
- Nada.  Nosotros pagábamos además con parte de nuestra pobre cosecha.
- Y las mujeres ¿no se resistían al ser abusadas? 
- El patrón tenía  su propio ejército de matones y controlaban cualquier reclamo con la tortura, hasta con la muerte.
- ¿No denunciaban ustedes esto maltratos a la policía?
- Las autoridades estaban pagadas por el gamonal.  El amo tenía el “derecho de pernaje” que consistía en el derecho de desflorar, quitar la virginidad a las jóvenes.  En una oportunidad, una niña abusada lo llevó a juicio en el Cuzco, pero el juez le dio la razón al patrón y retuvo un tiempo en prisión a la demandante.
- ¿Cómo fue que llegaste a Lacco?
- A los 18 años yo estaba en amores con Imelda, una linda puka-polleracha de 14 años. Una noche que llegaba a visitarla, escuché unos gritos y corrí hasta su cuarto.  Abelardo Mendiola, el hijo del patrón, estaba violando a mi Imelda.  Cuando llegué a defenderla, el capataz que estaba vigilando, me dio un fuerte golpe en la cabeza y me desmayé.  Cuando desperté encontré a Imelda muerta, con el cuello quebrado.  La abracé llorando, no sé cuánto tiempo, hasta que sentir venir gente.  Me asomé a la ventana y vi a la luz de la luna, a unos policías llegando.  Inmediatamente me di cuenta de lo que sucedía: me iban a acusar de haberla matado.  Sin pensarlo dos veces, escapé por la puerta trasera.  Dejé a mis padres y hermanos me seguí alejando, recorriendo pueblos hasta que llegué a Lacco.  Me gustó y aquí me quedé.  Nunca regresé a la hacienda.  Aquí trabajé, hice un pequeño capital y compré unas tierras, me volví a enamorar, tuve hijos, nietos y bisnietos, algunos de los cuales están presentes.  Es la primera vez que cuento mi historia y espero que no se escandalicen.
Los presentes quedaron pensativos.  No se habían imaginado la historia de amor y violencia de la juventud del abuelo, una persona tan sabia y bondadosa. Pasaron las ollas con cancha y queso y la botella con “quemadito” mientras comentaban el relato.  La reunión se fue animando, y llegó la guitarra y la quena y comenzaron los huaynitos.
Huaynitos melancólicos (Adiós pueblo de Ayacucho, Caminito de Huancayo), románticos (Lunarejita, Ojos azules) y pícaros (Picaflor tarmeño,  Puka polleracha) le dieron alegría al ambiente y al llegar las 12 de la noche el natural cansancio los hizo regresar a la fogata y volvieron a correr las botellas de mistela y quemadito.  El abuelo volvió a ser solicitado.
- Abuelo, son las 12, cuéntanos algo de miedo, como para esta noche…
- Bueno, bueno… Les voy a contar una historia que sucedió en este pueblo antes de que tú nacieras.  Se trata de los pishtacos.
- Que son los pishtacos, abuelo.
- En quechua, pishtay significa “cortar en tiras”.  Los pishtacos son bandoleros que andan por los caminos buscando a sus víctimas, hombres o mujeres  solitarios.  Los matan, los cortan en tiras, les sacan la grasa para venderla y hasta se los comen como chicharrones. 
- ¿Se comen los chicharrones?  ¡Huy, que miedo!  Y ¿a que saben los chicharrones? 
- Dicen que la carne del hombre es muy parecida a la del chancho, hasta más rica porque es un poco saladita.
- ¿Tú la has probado abuelo?
- Sí, una vez, pero no les voy a contar cómo. 
- ¡Huy!  ¡Qué miedo, abuelo!  Pero solo son cuentos,… ¿los pishtacos no existen, verdad?
- Bueno, les voy a contar lo que ocurrió hace muchos años.  En los periódicos de la capital salieron noticias espeluznantes.  Habían aparecido pishtacos en esta región.  La gente se asustó.  En Ayacucho, en las noches, la gente hacía rondas, encendiendo fogatas en las esquinas, por temor a la entrada al pueblo de los pishtacos.
- Y aquí, en Lacco, ¿cómo se tomó la noticia?
- También se asustaron, aunque la noticia más comentada era la violación de Silvia, la muchacha más bonita del pueblo, acusando  a Abelardo, el hijo del Prefecto.  Silvia y su hermano Pedro vinieron a pedirme consejo.  Por experiencia sabía que su demanda de justicia no iba a prosperar  y les di otros consejos.  Por supuesto, terminaron acusando a Silvia de haberlo provocado y a él no le pasó nada.  Pedro juró venganza.
- Pero, ¿Qué hubo de los pishtacos?
- ¡Ah!  Sí.  Una semana después Arturo, el enamorado de Silvia y Pedro, dijeron que habían visto rondar el pueblo a un forastero blanco, alto, de ojos azules y con barba, con la cara medio tapada por un sombrero.  La gente se asustó y también pusieron rondas y fogatas nocturnas.  Nadie salía solo del pueblo.  Justo llegaba la fiesta de San Juan.  A Silvia, que me visitaba todos los días, le gustaba mucho conversar conmigo; me dijo que me preparara porque para la fiesta iba a preparar unos chicharrones deliciosos.  Había estado engordando hace tiempo a su chanchito Porkito, preparándolo para este día.  Un día antes, el 23 en la mañana, los encontré a Silvia, Pedro y Arturo que se iban a su huerta, donde tenían a su chanchito Porkito, para beneficiarlo.  Me hicieron prometer que estaría a las 12 de la noche para comer los chicharrones.
- ¿Salieron al campo a hacer fogata, como ahora?
- No.  Esa vez hicimos la fogata en la plaza principal, por miedo a los pishtacos y porque estaba presente el Prefecto.  Su hijo Abelardo no se presentó, seguramente estaba con mujeres y amigos, en una orgía, como acostumbraba.  Además nadie lo extrañó.  Acompañé a los principales - el Prefecto, el Comisario y el Párroco - en el banquete: pastel de papa, rocoto relleno y los exquisitos chicharrones invitados por Silvia. Los principales se dieron un gran atracón alabando mucho a los chicharrones.
- ¿Te hicieron contar historias?
- Sí, y como los pishtacos estaba de moda, conté solo historias de pishtacos.
- ¿Y qué pasó después?
- Nada, seguimos conversando hasta las 3 de la madrugada, cuando todos nos retiramos a dormir.
- Pero la historia no puede terminar allí.
- No termina allí.  Dos días después, encontraron la cabeza del hijo del prefecto en una estaca, cerca del cementerio.  Llegó la policía de la capital para hacer las investigaciones, la víctima era importante: el hijo del Prefecto.  En una cabañita de pastores abandonada, encontraron una lata con manteca humana y una canasta con los huesos y las vísceras, pero extrañamente no encontraron las carnes.  Era un típico crimen de pishtacos.  Se hizo el informe policial y un operativo barriendo el valle con la esperanza que el Pishtaco - tenían su descripción - no se hubiera escapado.  Al final no encontraron nada.
- ¡Ufa, abuelo!  Ahora sí creo en los pishtacos.
- Si quieren convencerse, vayan al cementerio y verán lo que dice una lápida: “A mi amado hijo, Abelardo Mendiola, víctima de los pishtacos”.  El viejo murió un año después, solo y sin amigos.
- ¡Abelardo Mendiola!  ¿No era ese el hijo del patrón, violador y asesino de Imelda, cuando eras joven?
- Sí, por extraña coincidencia, 20 años después de que huí de la hacienda, el patrón fue nombrado Prefecto de Lacco.
- ¿No te reconocieron?
- Para ellos los pongos son invisibles, no tienen identidad ni  rostro.  Quizá ni recordaban lo que ocurrió.
- ¡Abuelo!  ¿No me dirás que tú…?
- Yo no...  Lo juro.  Lo que sí puedo contarles es que un mes después, Silvia se casó con Arturo y nos invitó en su boda un exquisito plato de chicharrones preparado con su engreído Porkito.
- Entonces, ¿los chicharrones de la fiesta de San Juan…?
- Sí, y la verdad es que estaban un poquito salados.

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