La Quebrada,
último refugio. Si querías dormir, comer
o comprar provisiones, la tienda del Cura Canal era el último puesto de
atención antes de entrar al valle de Lares, casi despoblado. El Cura Canal era
un personaje bonachón de 1.90 de estatura, pero la atención la daban dos
muchachas de menos de 20 años, muy parecidas entre sí.
- Son hermanas, –
me contó el Chuncho - las dos son
mujeres del cura Canal. Cuando el Cura quiere pegarle a una, la otra la
defiende y entre las dos le dan duro al pobre.
A pesar de su pinta, es muy bueno.
Todos se quieren mucho, los tres duermen en la misma cama. Tienen cuatro
hijos, dos de cada una, y las sacó embarazadas al mismo tiempo. Se dice que es matrimonio más feliz del
valle…
Bajé de la
camioneta y tras mí las brigadas de trabajo para el trazo de carretera. A mis 23 años era el ingeniero más joven de
la oficina y tenía un trabajo de gran responsabilidad. Al entrar a la tienda, tropecé con una señora
que salía con tantos paquetes que no pudo verme. Se le cayeron las provisiones al suelo y me
dispuse a recogerlas.
- Discúlpeme - le
dije - estaba distraído.
- No se preocupe,
la culpa fue mía. Las bolsas de víveres
no me dejaban ver.
Era una mujer
hermosa, de unos 30 años, vestida sencillamente pero con elegancia, una mirada
inteligente y dulce. Ella también me
estaba mirando y nuestras miradas se cruzaron y ambos sonreímos como cómplices,
descubriendo nuestra curiosidad.
La ayudé llevando
sus bultos a la camioneta, me dio las gracias y nos despedimos formalmente.
Después de comprar
las provisiones necesitadas, sentados a una mesa con mi brigada de 12 hombres,
almorzamos como pobres, es decir copiosamente: un gran plato de puchero: una
sopa con grandes trozos de carne de vaca, gallina y cordero; cecina, tocino,
moraya, papa, camote, col, zanahoria, arroz y garbanzo. Todo esto regado con un caporal - vaso grande
- de chicha de jora fresca y matizado con bromas, chistes, risas y anécdotas.
Verdaderamente éramos un buen equipo de trabajo.
Para llegar al campamento
atravesábamos muchas haciendas, pero había una de ellas que llamaba mi
atención. A unos 30 metros de la
carretera estaba la casa hacienda, estilo español, toda blanca, techos a dos
aguas de tejas rojas, puerta principal tallada, de caoba, amplias ventanales de
madera, una linda terraza en la segunda planta, mirador del valle, donde un
hombre en silla de ruedas escribía reclinado sobre una mesa. La casa estaba rodeada de jardines floridos
cuidadosamente trabajados y al frente estaba estacionada la camioneta de la
dama misteriosa.
Unos días después,
mientras estaba realizando unas alineaciones con el teodolito, llegó a mí un
hombre con un sobre en la mano.
- Buenos días
ingeniero, mi patrón me ha enviado a que le dé este sobre.
Abrí el sobre y
leí el mensaje:
Estimado Ingeniero:
Discúlpeme que me dirija a usted de esta manera
pero la realidad es que no conozco su nombre.
De usted tengo las referencias de Teresa, mi esposa, la que conoció
accidentalmente en la posada de Canal.
Ella me dijo que usted parece ser un individuo inteligente y culto y
hemos acordado invitarlo a cenar con nosotros esta noche. Sé que es un atrevimiento, pero le aseguro
que para esta pareja solitaria será una gran alegría, si usted acepta.
Afectuosamente,
Armando Aizcorbe.
- Oye Chuncho,
¿sabes quién es ese señor Armando Aizcorbe?
- Sí,
ingeniero. Es el dueño de la hacienda
Paucarbamba. Vive en la casa blanca que
tanto le gusta. Dicen que es un
escritor. La señora Teresa, su esposa es la maestra de la escuela de La Quebrada. Es muy querida por todos en esta parte del
valle. Aquí les dicen, por cariño, los
“60 y 30”
- ¿60 y 30? ¿Por qué?
- Porque el viejo
le dobla la edad a su señora.
Me dio curiosidad,
así que a las 5 de la tarde, regresamos al campamento, me di un ligero baño en
el río, me puse ropa limpia, subí a la camioneta y me dirigí a la hacienda.
Al entrar pude
admirar la variedad y belleza de las flores y el cuidado con que estaban
tratadas. El aroma de jazmines era
intenso y exquisito. Estacioné mi camioneta frente a la entrada de la casa,
donde estaba esperándome Teresa, con una sonrisa de bienvenida en los labios.
- Bienvenido. Yo soy Teresa. Ya tuvimos ocasión de vernos en la posada. Disculpe nuestro atrevimiento de invitarlo…
- De lo cual estoy muy agradecido, mi nombre
es Juan.
- Juan, Armando nos
espera en la terraza. ¿Tendría la bondad
de seguirme?
Entré a la casa,
todas las paredes blancas, grandes habitaciones. Una sala con muebles rústicos
de madera, fuertes y elegantes. El
comedor con un gran espejo de cristal biselado, mesa sillas, aparador y bar del
mismo estilo que la sala. Confortables,
señoriales.
En la terraza
estaba un señor de edad, con blanca barba, de nobles facciones que translucían
inteligencia, bondad y distinción. Me
hizo pensar en mi padre.
- Juan -
interrumpió Teresa - su nombre es Juan.
- Bienvenido Juan,
- corrigió - me da mucho gusto que se haya decidido a venir atendiendo una
invitación de extraños.
- En realidad,
ustedes no son tan extraños. Son muy
conocidos y queridos en el valle. Lo he
comprobado.
- Tome
asiento. Querida, ¿nos podrías servir
coñac? Ha llegado usted en el momento
más hermoso del día: el crepúsculo.
Teresa sirvió tres copas de coñac y puso música:
la sinfonía Pastoral de Beethoven.
Mientras intercambiábamos frases intrascendentes y calentábamos en
nuestras palmas ahuecadas el coñac, fue llegando el crepúsculo.
La terraza era un
mirador del valle: una V celeste del cielo abrazada por el verdor de los
cerros, y al centro el río rumoroso. El
ruido exterior se fue apagando, así como nuestra conversación, quedando el
silencio destacado por el canto de chicharras y eventualmente el croar de las
ranas. El sol bajaba como una bola de
fuego hundiéndose lentamente en el horizonte mientras que los dorados cobraban
intensidad y eran invadidos por los púrpuras y morados. Era un momento
mágico. La música se integraba al
paisaje y la sensación de belleza era indescriptible: emocionaba. Miré de reojo y Teresa tenía húmedos los
ojos, Armando, con los ojos entrecerrados parecía estar en oración.
Mientras los
colores del cielo iban desapareciéndose, un manto negro comenzó a cubrir
lentamente la falda de los cerros avanzando hacia nosotros, la oscuridad iba
llegando y aparecían las estrellas, hasta que llegó el momento: ya era noche.
- ¡Es hermoso! -
dijo Armando, y sus palabra rompieron bruscamente el silencio y la magia
terminó.
- ¡Es mágico! -
replique - Se puede decir que es la primera vez que aprecio y vivo la música de
la Pastoral - la música aún seguía sonando - ¡Qué diferente es escuchar esta
música rodeado por la naturaleza viva y no entre cuatro paredes planas y frías!
- ¿Le gusta la
música clásica, Juan? - preguntó Teresa.
- Si, me gusta mucho. En el campamento tengo mi radio para escuchar
todas las noches a las 8 el programa ·sala de Conciertos de Jaime Laredo de una
radio boliviana. No me pierdo una. Además tengo mi tocadiscos a pilas y me he
traído algunos discos de mi música preferida.
- ¿Y cuál es su
música preferida?
- Bueno, soy un
gitano. Cada día descubro más y más
música hermosa, por ejemplo, ahora estoy investigando a Sibelius con su
“Karelia” y “Finlandia” pero acabo de escuchar “Poeta y aldeano” de Von Suppe…
- ¿Y Debussy?
- Reverié es
exquisita, delicada..
- ¿Rimsky
Korsakov?
- ¿Qué hay más
romántico que Sherezade? Te lleva a “Las
mil y una noches”…
- ¡Alto! Está enfriando un poco la noche. Teresita, por favor, llévame a la biblioteca.
Teresa y yo
sonreímos. Nos habíamos dejado llevar
por el entusiasmo, hizo bien en pararnos don Armando.
- A Teresa le
gusta mucho la música, y además canta como los propios ángeles. Después de la cena le vamos a pedir que nos
cante algo.
La biblioteca era
un amplio cuarto con estanterías llenas de libro y paredes enchapadas en
madera. El techo también de madera, con vigas labradas. Un gran escritorio tallado, un arcón de
cedro, sillones de cuero y una mesita con un tablero de ajedrez. Así quiero tener cuando construya mi casa,
pensé.
Teresa salió a
disponer la cena.
Don Armando me dio
una explicación: Teresa es un ángel, nos queremos mucho a pesar de que ella
tiene 30 años y yo 63. Si no es
indiscreción, ¿cuál es su edad, ingeniero?
- Yo tengo 25
años.
- Yo quiero mucho
a Teresa, pero desgraciadamente ya estoy viejo y enfermo. Me fracturé la cadera y eso me impide
caminar. Sufro del corazón y los
medicamentos que tomo debilitan mi virilidad. La edad me ha dado sabiduría, y
he aprendido a adaptarme, pero Teresa… Me preocupa.
- Sí, comprendo lo
que usted me dice. Se piensa que la inteligencia es la capacidad de adaptarse.
- ¿Usted juega
ajedrez, Juan?
- Es una de mis
debilidades… o fortalezas. No sé.
- ¿Se anima a una
partida antes de la cena?
- Encantado, así
conoceremos nuestro juego.
Comenzamos el
juego. Yo jugaba muy bien en mi barrio y en el Club 64 de Lima, pero don
Armando era un gran rival. Fue una
partida llena de celadas y ataques, muy interesante de principio a fin, y
quedamos tablas, ambos con una gran sonrisa de satisfacción por el juego. Nos miramos a los ojos y sonreímos, sabíamos
que íbamos a jugar muchas partidas en el futuro. No es fácil encontrar un rival tan parejo y
peleador…
- Presiento que
seremos amigos, ¿qué tal si empezamos a tutearnos?
- Me parece lo
conveniente, pero con una condición.
Usted me merece mucho respeto, y me gustaría seguir llamándolo… don
Armando. El don es un título que se gana
con la sabiduría y experiencia, cosa que a usted le sobra…
En ese momento interrumpió
Teresa.
- Juan, si me hace
usted el favor de pasar al comedor, la cena está servida.
- Con una
condición. Que sigamos los deseos de don
Armando y nos tuteemos, ¿te parece bien, Teresa…? - Teresa rió.
- ¡Claro! Juan, pasa a sentarte mientras llevo a mi rey
a su trono en la mesa redonda.
Una gran mesa
redonda de fina caoba, para 8 personas, con un hermoso mantel bordado. Vino añejo, néctar de naranja y de guanábana,
carne de monte y otros manjares.
Anécdotas, cuentos regionales, leyendas rurales, chistes, sonrisas,
risas: ese fue el ambiente de la cena. “In vino véritas…”. Dejamos de ser extraños y nació
espontáneamente la amistad entre los tres.
Nos contamos cosas familiares, recuerdos, deseos, ilusiones.
En la biblioteca,
el café y mientras Teresa nos deleitaba con su voz exquisita cantando, Oh Mari,
A Marechiare, Funiculí funiculá… calentábamos el coñac en grandes copas, en las
palmas ahuecadas de las manos, degustándolo a pequeños sorbos.
Era las 11 de la
noche y me levanté para despedirme, pero
no me dejaron salir.
- Juan, hemos
tomado unas copitas que te inhabilitan para manejar poniendo tu vida en
peligro. Quédate a dormir y mañana a
primera hora podrás irte.
- Además te he
preparado el cuarto de visitas y mañana a las 6 estará tu desayuno listo.
- Y tenemos que
desempatar en ajedrez, así que ¿cuándo repites la visita?
Me quedé a
dormir. En el segundo piso, el cuarto de
visitas, estilo español, con un gran ropero tallado, un arcón colonial, el
tocador con una palangana y jarra de porcelana y una amplia cama de
bronce. Me dormí inmediatamente con un
sueño profundo y reparador, desperté al alba con el canto de los gallos. Me lavé y vestí. Bajé y Teresa ya estaba esperando con un
suculento desayuno. Nos saludamos
sonrientes con un beso en la mejilla. Me
dio las escusas por don Armando que permanecía en cama hasta las 10 de la
mañana. Nos despedimos con otro beso y
con la promesa de que regresaría el sábado.
El sábado en la
mañana, Teresa me llevó a cazar perdices para el almuerzo. En la tarde, ajedrez con don Armando, en la
noche ayudándolo con la investigación de la historia del asentamiento de
colonos en el valle que estaba escribiendo, apoyándonos en los antiguos
escritos y crónicas, planos y narraciones de misioneros, y otros documentos de
la extensa biblioteca. Me quedé a dormir
y al la mañana siguiente Teresa nos llevó a don Armando y a mí al río, lo llevé
en brazos al borde y lo acomodamos sobre el pasto y comenzamos nuestra
competencia de pesca de truchas. Los
machos perdimos: don Armando 4, yo 6 y Teresa 9, y además la trucha más grande
y hermosa.
Así armamos una
rutina semanal: cenas martes y jueves. Días de campo del sábado en la mañana
hasta la tarde del domingo.
Escuchar música,
conversar, jugar ajedrez, conversar, caza y pesca, conversar, tardes de
crepúsculos radiantes con un coñac en la mano y música. Nuestra amistad se
convirtió en cariño.
El tercer sábado,
estaba con don Armando en la terraza, solo los dos porque Teresa salió de
compras a la tienda del Cura Canal. Estábamos
tomando un vino añejo, seco, de grandes ocasiones, cuando me pidió que me
acercara a él.
- Juan, me
dijo. Quiero hablar contigo de un asunto
muy delicado y quisiera que mantengas tu mente bien abierta y no vayas a
confundir y creer que hay maldad o perversión en lo que te diga.
Me preocupó y me
puse a la defensiva. ¿Acaso pensaba que yo tenía alguna aventura con Teresa, o
intenciones lascivas con ella? Ella era
una mujer muy sensual, inteligente, hermosa y buena, pero esposa de don Armando,
al que quería casi como un padre.
- Mira hijo, yo
tengo 63 largos años y Teresa es muy joven para mí. Sexualmente no puedo complacerla como debiera
y biológicamente no la puedo convertir en madre, y ella necesita un hijo. Yo también lo necesito.
- ¿Ya han pensado
en adoptar uno, supongo?
- Supones bien,
pero ella medio que se resiste. Dice que
quisiera sentir como nace y crece en su vientre, pero… Hemos estado a punto de adoptar una criatura
y desistimos. Hace un año, hablé con
ella y le dije lo que quería: que conozca un hombre bueno y sano y tenga sexo
con él hasta concebir, sin quedar sentimentalmente atada a él. Yo estaría agradecido al extraño y amaría al
niño como si yo lo hubiera sembrado.
- Me parece que es
una solución en extremo civilizada y producto de su inteligencia, cultura y
gran corazón.
- Déjate de
echarme flores, Juanito. El hecho es que
ella se negó y me dijo que nunca podría tener sexo con una persona sin
conocerlo profundamente y amarlo. Y que
nunca dejaría de amarme, lo cual lo creo,
porque hemos establecido entre nosotros lazos de cariño más fuertes que
los lazos físicos.
- Don Armando,
ustedes son el matrimonio más hermoso que he conocido.
- Anoche volvía a
hablar con Teresa. Le dije que la
comprendía, que tendría que hacer el amor con un hombre bueno, que la quiera,
que ella conozca bien y lo quiera, que no tenga otras intenciones. Le dije que
había encontrado ese hombre, y ese hombre eres tú, Juan.
- ¡Queee…!
- Piénsalo bien y
contéstame estas preguntas. ¿Teresa, te gusta? ¿Te atrae sexualmente?
- ¡Un momento, don
Armando, yo no…!
- No te apresures,
acuérdate de lo que me acabas de decir: una solución muy civilizada a nuestro
problema. Contesta, ¿La encuentras
sexualmente atractiva?
- Don Armando,
Teresa es una mujer muy, muy atractiva sexualmente, más aún espiritualmente, es
muy fina, delicada, profunda, generosa, buena…
- Suficiente. La segunda pregunta era si se conocían
profundamente. Por lo que me has
contestado, sí la conoces profundamente.
Y ella, como mujer, te conoce más de lo que te podrías imaginar. Tercera pregunta ¿La amas?
- Yo si la quiero
mucho, pero amarla…
- No te enredes,
eso que sientes y dices querer es amor.
No tengas vergüenza de decirlo.
¿La amas?
- Sí, la amo.
- Y a mí ¿Me amas?
- Usted sabe que
lo estimo mucho, lo quiero como un padre…
- A tu padre lo
amas, ¿no es así?
- Sí, claro.
- Si tu padre te
pidiera un favor, ¿se lo harías?
- ¡Por supuesto!
- Teresa y yo nos
amamos, pero el amor no nos pone cadenas, nos hace libres. Ella te conoce, te
ama y te desea, y nosotros queremos que siembres en ella un hijo, que sería
nuestro, de los tres, civilizadamente.
Hablé con ella y está dispuesta.
Hijo, me vas a hacer este favor.
- ¡Nooo…! , digo
sí, don Armando. ¡Oh, no sé lo que estoy diciendo…!
- Gracias, no se
hable más del asunto. Yo también te
quiero mucho, Juan.
En ese momento
llegaba Teresa, alegre y leve como una mariposa. Le dio un beso en la boca a su esposo y a mí
uno en la mejilla y empezó a contarnos de sus compras.
Jugamos ajedrez
como otros días, pero don Armando me ganó todos los juegos, me acarició la
cabeza riéndose.
- No te pongas
nervioso, muchacho. Si no quieres, no
hemos dicho nada…
Eso me
tranquilizó. Yo no sería capaz de hacer
lo que me pedía. Recién pude conversar y
reír como antes. Cenamos muy alegres,
después el café en la biblioteca, Teresa cantó con su melodiosa voz dejándome
embobado, repetí el coñac sintiendo un calor y bienestar en todo el cuerpo. Nos
despedimos y me fui a acostar.
Me dormí con una
sonrisa en los labios y soñé con Teresa, que tenía su cuerpo sensual en mis
brazos, que nos besábamos tiernamente.
Abrí los ojos y… no era un sueño. Ella estaba allí, conmigo. Su cuerpo tibio pegado al mío, la luna
iluminó una sonrisa dulce que brotó en sus labios.
- Hola… - susurró.
- ¡Yo, no…!
- Yo sí - contestó
- te quiero.
- ¿Y don Armando?
- pregunté.
- A él lo adoro,
pero él también te quiere. Bésame.
La besé
dulcemente, tiernamente. Así comienzan
las tempestades, con una suave brisa hasta que se convierte en viento huracanado
que arrasa con todo. Así fue esa noche
apasionada. La ternura convertida en besos y caricias y el amor en deseo y
pasión. En el alba, cuando desperté, las
sábanas estaban aún tibias y un aroma a violetas flotaba sobre el lecho.
Al día siguiente fuimos
de pesca. Yo no sabía como de tratar lo
sucedido con don Armando. El se echó en
la hierba para contemplar las nubes que formaban caprichosas figuras en el
cielo. Yo me acerqué y me eché a su
lado. Teresa vino y sonriendo, se echó
sobre mí, me abrazó, me besó en la boca y rodamos abrazados sobre el
pasto. Luego se levantó riéndose y se abrazó a don Armando que la acompañó con
carcajadas, mientras yo ruborizado no sabía qué actitud tomar, hasta que
comprendí, y riéndome también me uní al abrazo.
Me sentí muy bien, incorporado a la familia.
Así continuamos
por dos meses más, dos meses de noches de pasión y días de amistad y cariño, en
este raro triunvirato, pero al tercer mes terminé mi trabajo de trazo y
replanteo de la carretera, y me fui a despedir.
Estaban en la
terraza y comenzaban las luces del crepúsculo.
Sentados muy juntos los tres, don Armando abrazándonos, mientras la
música melancólica de Sherezade parecía hablar de nuestros sentimientos de amor
y tristeza, vimos al sol pintar un espectáculo de gloria en el horizonte y
ocultarse tímidamente para dejar que broten una a una las estrellas. Una lágrima resbalaba por mi mejilla, miré a
don Armando que también se limpiaba los ojos con el pañuelo, mientras que
Teresa, sin ningún rubor, llorando y sonriendo me abrazaba y besaba.
- Gracias Juan,
gracias por todo. - Yo no sabía que decir.
- Gracias hijo,
Teresa está gestando.
Yo estaba muy
emocionado para hablar. Abracé a don
Armando y nos besamos en la mejilla, como padre e hijo, más aún, como
amigos. Teresa me abrazó largamente
apretándose a mi pecho. La besé, di
media vuelta y me retiré. Al partir vi a la luz de la luna a esa querida pareja
muy abrazados, que me hacían adiós con las manos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario