16 may 2014

Quillabamba - 13 Civilizados




Civilizados   

La Quebrada, último refugio.  Si querías dormir, comer o comprar provisiones, la tienda del Cura Canal era el último puesto de atención antes de entrar al valle de Lares, casi despoblado. El Cura Canal era un personaje bonachón de 1.90 de estatura, pero la atención la daban dos muchachas de menos de 20 años, muy parecidas entre sí.
- Son hermanas, – me contó el Chuncho -  las dos son mujeres del cura Canal. Cuando el Cura quiere pegarle a una, la otra la defiende y entre las dos le dan duro al pobre.  A pesar de su pinta, es muy bueno.  Todos se quieren mucho, los tres duermen en la misma cama. Tienen cuatro hijos, dos de cada una, y las sacó embarazadas al mismo tiempo.  Se dice que es matrimonio más feliz del valle…
Bajé de la camioneta y tras mí las brigadas de trabajo para el trazo de carretera.  A mis 23 años era el ingeniero más joven de la oficina y tenía un trabajo de gran responsabilidad.  Al entrar a la tienda, tropecé con una señora que salía con tantos paquetes que no pudo verme.  Se le cayeron las provisiones al suelo y me dispuse a recogerlas.
- Discúlpeme - le dije - estaba distraído.
- No se preocupe, la culpa fue mía.  Las bolsas de víveres no me dejaban ver.
Era una mujer hermosa, de unos 30 años, vestida sencillamente pero con elegancia, una mirada inteligente y dulce.  Ella también me estaba mirando y nuestras miradas se cruzaron y ambos sonreímos como cómplices, descubriendo nuestra curiosidad.
La ayudé llevando sus bultos a la camioneta, me dio las gracias y nos despedimos formalmente.
Después de comprar las provisiones necesitadas, sentados a una mesa con mi brigada de 12 hombres, almorzamos como pobres, es decir copiosamente: un gran plato de puchero: una sopa con grandes trozos de carne de vaca, gallina y cordero; cecina, tocino, moraya, papa, camote, col, zanahoria, arroz y garbanzo.  Todo esto regado con un caporal - vaso grande - de chicha de jora fresca y matizado con bromas, chistes, risas y anécdotas. Verdaderamente éramos un buen equipo de trabajo.
Para llegar al campamento atravesábamos muchas haciendas, pero había una de ellas que llamaba mi atención.  A unos 30 metros de la carretera estaba la casa hacienda, estilo español, toda blanca, techos a dos aguas de tejas rojas, puerta principal tallada, de caoba, amplias ventanales de madera, una linda terraza en la segunda planta, mirador del valle, donde un hombre en silla de ruedas escribía reclinado sobre una mesa.  La casa estaba rodeada de jardines floridos cuidadosamente trabajados y al frente estaba estacionada la camioneta de la dama misteriosa.
Unos días después, mientras estaba realizando unas alineaciones con el teodolito, llegó a mí un hombre con un sobre en la mano.
- Buenos días ingeniero, mi patrón me ha enviado a que le dé este sobre.
Abrí el sobre y leí el mensaje:
Estimado Ingeniero:
Discúlpeme que me dirija a usted de esta manera pero la realidad es que no conozco su nombre.  De usted tengo las referencias de Teresa, mi esposa, la que conoció accidentalmente en la posada de Canal.  Ella me dijo que usted parece ser un individuo inteligente y culto y hemos acordado invitarlo a cenar con nosotros esta noche.  Sé que es un atrevimiento, pero le aseguro que para esta pareja solitaria será una gran alegría, si usted acepta.
Afectuosamente,
Armando Aizcorbe.
- Oye Chuncho, ¿sabes quién es ese señor Armando Aizcorbe?
- Sí, ingeniero.  Es el dueño de la hacienda Paucarbamba.  Vive en la casa blanca que tanto le gusta.  Dicen que es un escritor. La señora Teresa, su esposa es la maestra de la escuela de La Quebrada.  Es muy querida por todos en esta parte del valle.  Aquí les dicen, por cariño, los “60 y 30”
- ¿60 y 30?  ¿Por qué?
- Porque el viejo le dobla la edad a su señora.
Me dio curiosidad, así que a las 5 de la tarde, regresamos al campamento, me di un ligero baño en el río, me puse ropa limpia, subí a la camioneta y me dirigí a la hacienda.
Al entrar pude admirar la variedad y belleza de las flores y el cuidado con que estaban tratadas.  El aroma de jazmines era intenso y exquisito. Estacioné mi camioneta frente a la entrada de la casa, donde estaba esperándome Teresa, con una sonrisa de bienvenida en los labios.
- Bienvenido. Yo soy Teresa. Ya tuvimos ocasión de vernos en la posada.  Disculpe nuestro atrevimiento de invitarlo…
- De lo cual estoy muy agradecido, mi nombre es Juan.
- Juan, Armando nos espera en la terraza.  ¿Tendría la bondad de seguirme?
Entré a la casa, todas las paredes blancas, grandes habitaciones. Una sala con muebles rústicos de madera, fuertes y elegantes.  El comedor con un gran espejo de cristal biselado, mesa sillas, aparador y bar del mismo estilo que la sala.  Confortables, señoriales.
En la terraza estaba un señor de edad, con blanca barba, de nobles facciones que translucían inteligencia, bondad y distinción.  Me hizo pensar en mi padre.
- ¡Bienvenido, ingeniero…!
- Juan - interrumpió Teresa - su nombre es Juan.
- Bienvenido Juan, - corrigió - me da mucho gusto que se haya decidido a venir atendiendo una invitación de extraños.
- En realidad, ustedes no son tan extraños.  Son muy conocidos y queridos en el valle.  Lo he comprobado.
- Tome asiento.  Querida, ¿nos podrías servir coñac?  Ha llegado usted en el momento más hermoso del día: el crepúsculo.
Teresa sirvió tres copas de coñac y puso música: la sinfonía Pastoral de Beethoven.  Mientras intercambiábamos frases intrascendentes y calentábamos en nuestras palmas ahuecadas el coñac, fue llegando el crepúsculo.
La terraza era un mirador del valle: una V celeste del cielo abrazada por el verdor de los cerros, y al centro el río rumoroso.  El ruido exterior se fue apagando, así como nuestra conversación, quedando el silencio destacado por el canto de chicharras y eventualmente el croar de las ranas.  El sol bajaba como una bola de fuego hundiéndose lentamente en el horizonte mientras que los dorados cobraban intensidad y eran invadidos por los púrpuras y morados. Era un momento mágico.  La música se integraba al paisaje y la sensación de belleza era indescriptible: emocionaba.  Miré de reojo y Teresa tenía húmedos los ojos, Armando, con los ojos entrecerrados parecía estar en oración.
Mientras los colores del cielo iban desapareciéndose, un manto negro comenzó a cubrir lentamente la falda de los cerros avanzando hacia nosotros, la oscuridad iba llegando y aparecían las estrellas, hasta que llegó el momento: ya era noche.
- ¡Es hermoso! - dijo Armando, y sus palabra rompieron bruscamente el silencio y la magia terminó.
- ¡Es mágico! - replique - Se puede decir que es la primera vez que aprecio y vivo la música de la Pastoral - la música aún seguía sonando - ¡Qué diferente es escuchar esta música rodeado por la naturaleza viva y no entre cuatro paredes planas y frías!
- ¿Le gusta la música clásica, Juan? - preguntó Teresa.
- Si,  me gusta mucho.  En el campamento tengo mi radio para escuchar todas las noches a las 8 el programa ·sala de Conciertos de Jaime Laredo de una radio boliviana.  No me pierdo una.  Además tengo mi tocadiscos a pilas y me he traído algunos discos de mi música preferida.
- ¿Y cuál es su música preferida?
- Bueno, soy un gitano.  Cada día descubro más y más música hermosa, por ejemplo, ahora estoy investigando a Sibelius con su “Karelia” y “Finlandia” pero acabo de escuchar “Poeta y aldeano” de Von Suppe…
- ¿Y Debussy?
- Reverié es exquisita, delicada..
- ¿Rimsky Korsakov?
- ¿Qué hay más romántico que Sherezade?  Te lleva a “Las mil y una noches”…
- ¡Alto!  Está enfriando un poco la noche.  Teresita, por favor, llévame a la biblioteca.
Teresa y yo sonreímos.  Nos habíamos dejado llevar por el entusiasmo, hizo bien en pararnos don Armando.
- A Teresa le gusta mucho la música, y además canta como los propios ángeles.  Después de la cena le vamos a pedir que nos cante algo.
La biblioteca era un amplio cuarto con estanterías llenas de libro y paredes enchapadas en madera. El techo también de madera, con vigas labradas.  Un gran escritorio tallado, un arcón de cedro, sillones de cuero y una mesita con un tablero de ajedrez.  Así quiero tener cuando construya mi casa, pensé.
Teresa salió a disponer la cena.
Don Armando me dio una explicación: Teresa es un ángel, nos queremos mucho a pesar de que ella tiene 30 años y yo 63.  Si no es indiscreción, ¿cuál es su edad, ingeniero?
- Yo tengo 25 años.
- Yo quiero mucho a Teresa, pero desgraciadamente ya estoy viejo y enfermo.  Me fracturé la cadera y eso me impide caminar.  Sufro del corazón y los medicamentos que tomo debilitan mi virilidad. La edad me ha dado sabiduría, y he aprendido a adaptarme, pero Teresa… Me preocupa. 
- Sí, comprendo lo que usted me dice. Se piensa que la inteligencia es la capacidad de adaptarse.
- ¿Usted juega ajedrez, Juan?
- Es una de mis debilidades… o fortalezas. No sé.
- ¿Se anima a una partida antes de la cena?
- Encantado, así conoceremos nuestro juego.
Comenzamos el juego. Yo jugaba muy bien en mi barrio y en el Club 64 de Lima, pero don Armando era un gran rival.  Fue una partida llena de celadas y ataques, muy interesante de principio a fin, y quedamos tablas, ambos con una gran sonrisa de satisfacción por el juego.  Nos miramos a los ojos y sonreímos, sabíamos que íbamos a jugar muchas partidas en el futuro.  No es fácil encontrar un rival tan parejo y peleador…
- Presiento que seremos amigos, ¿qué tal si empezamos a tutearnos?
- Me parece lo conveniente, pero con una condición.  Usted me merece mucho respeto, y me gustaría seguir llamándolo… don Armando.  El don es un título que se gana con la sabiduría y experiencia, cosa que a usted le sobra…
En ese momento interrumpió Teresa.
- Juan, si me hace usted el favor de pasar al comedor, la cena está servida.
- Con una condición.  Que sigamos los deseos de don Armando y nos tuteemos, ¿te parece bien, Teresa…? - Teresa rió.
- ¡Claro!  Juan, pasa a sentarte mientras llevo a mi rey a su trono en la mesa redonda.
Una gran mesa redonda de fina caoba, para 8 personas, con un hermoso mantel bordado.  Vino añejo, néctar de naranja y de guanábana, carne de monte y otros manjares.  Anécdotas, cuentos regionales, leyendas rurales, chistes, sonrisas, risas: ese fue el ambiente de la cena. “In vino véritas…”.  Dejamos de ser extraños y nació espontáneamente la amistad entre los tres.  Nos contamos cosas familiares, recuerdos, deseos, ilusiones.
En la biblioteca, el café y mientras Teresa nos deleitaba con su voz exquisita cantando, Oh Mari, A Marechiare, Funiculí funiculá… calentábamos el coñac en grandes copas, en las palmas ahuecadas de las manos, degustándolo a pequeños sorbos. 
Era las 11 de la noche y me levanté para despedirme,  pero no me dejaron salir.
- Juan, hemos tomado unas copitas que te inhabilitan para manejar poniendo tu vida en peligro.  Quédate a dormir y mañana a primera hora podrás irte.
- Además te he preparado el cuarto de visitas y mañana a las 6 estará tu desayuno listo.
- Y tenemos que desempatar en ajedrez, así que ¿cuándo repites la visita?
Me quedé a dormir.  En el segundo piso, el cuarto de visitas, estilo español, con un gran ropero tallado, un arcón colonial, el tocador con una palangana y jarra de porcelana y una amplia cama de bronce.  Me dormí inmediatamente con un sueño profundo y reparador, desperté al alba con el canto de los gallos.  Me lavé y vestí.  Bajé y Teresa ya estaba esperando con un suculento desayuno.  Nos saludamos sonrientes con un beso en la mejilla.  Me dio las escusas por don Armando que permanecía en cama hasta las 10 de la mañana. Nos despedimos con otro beso y  con la promesa de que regresaría el sábado.
El sábado en la mañana, Teresa me llevó a cazar perdices para el almuerzo.  En la tarde, ajedrez con don Armando, en la noche ayudándolo con la investigación de la historia del asentamiento de colonos en el valle que estaba escribiendo, apoyándonos en los antiguos escritos y crónicas, planos y narraciones de misioneros, y otros documentos de la extensa biblioteca.  Me quedé a dormir y al la mañana siguiente Teresa nos llevó a don Armando y a mí al río, lo llevé en brazos al borde y lo acomodamos sobre el pasto y comenzamos nuestra competencia de pesca de truchas.  Los machos perdimos: don Armando 4, yo 6 y Teresa 9, y además la trucha más grande y hermosa.
Así armamos una rutina semanal: cenas martes y jueves. Días de campo del sábado en la mañana hasta la tarde del domingo.
Escuchar música, conversar, jugar ajedrez, conversar, caza y pesca, conversar, tardes de crepúsculos radiantes con un coñac en la mano y música. Nuestra amistad se convirtió en cariño.
El tercer sábado, estaba con don Armando en la terraza, solo los dos porque Teresa salió de compras a la tienda del Cura Canal.  Estábamos tomando un vino añejo, seco, de grandes ocasiones, cuando me pidió que me acercara a él.
- Juan, me dijo.  Quiero hablar contigo de un asunto muy delicado y quisiera que mantengas tu mente bien abierta y no vayas a confundir y creer que hay maldad o perversión en lo que te diga.
Me preocupó y me puse a la defensiva. ¿Acaso pensaba que yo tenía alguna aventura con Teresa, o intenciones lascivas con ella?  Ella era una mujer muy sensual, inteligente, hermosa y buena, pero esposa de don Armando, al que quería casi como un padre.
- Mira hijo, yo tengo 63 largos años y Teresa es muy joven para mí.  Sexualmente no puedo complacerla como debiera y biológicamente no la puedo convertir en madre, y ella necesita un hijo.  Yo también lo necesito.
- ¿Ya han pensado en adoptar uno, supongo?
- Supones bien, pero ella medio que se resiste.  Dice que quisiera sentir como nace y crece en su vientre, pero…  Hemos estado a punto de adoptar una criatura y desistimos.  Hace un año, hablé con ella y le dije lo que quería: que conozca un hombre bueno y sano y tenga sexo con él hasta concebir, sin quedar sentimentalmente atada a él.  Yo estaría agradecido al extraño y amaría al niño como si yo lo hubiera sembrado.
- Me parece que es una solución en extremo civilizada y producto de su inteligencia, cultura y gran corazón.
- Déjate de echarme flores, Juanito.  El hecho es que ella se negó y me dijo que nunca podría tener sexo con una persona sin conocerlo profundamente y amarlo.  Y que nunca dejaría de amarme, lo cual lo creo,  porque hemos establecido entre nosotros lazos de cariño más fuertes que los lazos físicos.
- Don Armando, ustedes son el matrimonio más hermoso que he conocido.
- Anoche volvía a hablar con Teresa.  Le dije que la comprendía, que tendría que hacer el amor con un hombre bueno, que la quiera, que ella conozca bien y lo quiera, que no tenga otras intenciones. Le dije que había encontrado ese hombre, y ese hombre eres tú, Juan.
- ¡Queee…!
- Piénsalo bien y contéstame estas preguntas. ¿Teresa, te gusta? ¿Te atrae sexualmente?
- ¡Un momento, don Armando, yo no…!
- No te apresures, acuérdate de lo que me acabas de decir: una solución muy civilizada a nuestro problema.  Contesta, ¿La encuentras sexualmente atractiva?
- Don Armando, Teresa es una mujer muy, muy atractiva sexualmente, más aún espiritualmente, es muy fina, delicada, profunda, generosa, buena…
- Suficiente.  La segunda pregunta era si se conocían profundamente.  Por lo que me has contestado, sí la conoces profundamente.  Y ella, como mujer, te conoce más de lo que te podrías imaginar.  Tercera pregunta ¿La amas?
- Yo si la quiero mucho, pero amarla…
- No te enredes, eso que sientes y dices querer es amor.  No tengas vergüenza de decirlo.  ¿La amas?
- Sí, la amo.
- Y a mí ¿Me amas?
- Usted sabe que lo estimo mucho, lo quiero como un padre…
- A tu padre lo amas, ¿no es así?
- Sí, claro.
- Si tu padre te pidiera un favor, ¿se lo harías?
- ¡Por supuesto!
- Teresa y yo nos amamos, pero el amor no nos pone cadenas, nos hace libres. Ella te conoce, te ama y te desea, y nosotros queremos que siembres en ella un hijo, que sería nuestro, de los tres, civilizadamente.  Hablé con ella y está dispuesta.  Hijo, me vas a hacer este favor.
- ¡Nooo…! , digo sí, don Armando. ¡Oh, no sé lo que estoy diciendo…!
- Gracias, no se hable más del asunto.  Yo también te quiero mucho, Juan.
En ese momento llegaba Teresa, alegre y leve como una mariposa.  Le dio un beso en la boca a su esposo y a mí uno en la mejilla y empezó a contarnos de sus compras.
Jugamos ajedrez como otros días, pero don Armando me ganó todos los juegos, me acarició la cabeza riéndose. 
- No te pongas nervioso, muchacho.  Si no quieres, no hemos dicho nada…
Eso me tranquilizó.  Yo no sería capaz de hacer lo que me pedía.  Recién pude conversar y reír como antes.  Cenamos muy alegres, después el café en la biblioteca, Teresa cantó con su melodiosa voz dejándome embobado, repetí el coñac sintiendo un calor y bienestar en todo el cuerpo. Nos despedimos y me fui a acostar.
Me dormí con una sonrisa en los labios y soñé con Teresa, que tenía su cuerpo sensual en mis brazos, que nos besábamos tiernamente.  Abrí los ojos y… no era un sueño. Ella estaba allí, conmigo.  Su cuerpo tibio pegado al mío, la luna iluminó una sonrisa dulce que brotó en sus labios.
- Hola… - susurró.
- ¡Yo, no…!
- Yo sí - contestó - te quiero.
- ¿Y don Armando? - pregunté.
- A él lo adoro, pero él también te quiere.  Bésame.
La besé dulcemente, tiernamente.  Así comienzan las tempestades, con una suave brisa hasta que se convierte en viento huracanado que arrasa con todo.  Así fue esa noche apasionada. La ternura convertida en besos y caricias y el amor en deseo y pasión.  En el alba, cuando desperté, las sábanas estaban aún tibias y un aroma a violetas flotaba sobre el lecho.
Al día siguiente fuimos de pesca.  Yo no sabía como de tratar lo sucedido con don Armando.  El se echó en la hierba para contemplar las nubes que formaban caprichosas figuras en el cielo.  Yo me acerqué y me eché a su lado.  Teresa vino y sonriendo, se echó sobre mí, me abrazó, me besó en la boca y rodamos abrazados sobre el pasto.  Luego se levantó riéndose  y se abrazó a don Armando que la acompañó con carcajadas, mientras yo ruborizado no sabía qué actitud tomar, hasta que comprendí, y riéndome también me uní al abrazo.  Me sentí muy bien, incorporado a la familia.
Así continuamos por dos meses más, dos meses de noches de pasión y días de amistad y cariño, en este raro triunvirato, pero al tercer mes terminé mi trabajo de trazo y replanteo de la carretera, y me fui a despedir. 
Estaban en la terraza y comenzaban las luces del crepúsculo.  Sentados muy juntos los tres, don Armando abrazándonos, mientras la música melancólica de Sherezade parecía hablar de nuestros sentimientos de amor y tristeza, vimos al sol pintar un espectáculo de gloria en el horizonte y ocultarse tímidamente para dejar que broten una a una las estrellas.  Una lágrima resbalaba por mi mejilla, miré a don Armando que también se limpiaba los ojos con el pañuelo, mientras que Teresa, sin ningún rubor, llorando y sonriendo me abrazaba y besaba.
- Gracias Juan, gracias por todo. - Yo no sabía que decir.
- Gracias hijo, Teresa está gestando.
Yo estaba muy emocionado para hablar.  Abracé a don Armando y nos besamos en la mejilla, como padre e hijo, más aún, como amigos.  Teresa me abrazó largamente apretándose a mi pecho.  La besé, di media vuelta y me retiré. Al partir vi a la luz de la luna a esa querida pareja muy abrazados, que me hacían adiós con las manos. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario