28 may 2014

Quillabamba - 2 Tierra o muerte

¡Tierra o Muerte!

¿Cómo fue que llegué a Quillabamba?
El año 1960 egresé de la Universidad de Ingeniería y estaba haciendo mis pininos en topografía, trazos de vías y canales, replanteo de lotes, supervisión de construcciones y obras civiles, pequeños trabajos que no llenaban mis expectativas.
Una tarde me encontré con dos colegas, amigos muy cercanos, Edo y Tewfick. Los acompañé a comprar unos discos en “Héctor Roca”  luego tomando un café  en el Zela de la plaza San Martín, empezaron a comentar sobre sus trabajos. Ambos estaban en Pichari, selva a la margen derecha del Urubamba,  replanteando lotes para una parcelación que estaba realizando el Gobierno.
- Oye Juan, ¿Por qué no te vienes con nosotros? Jaegger, mi jefe, nos ha pedido que busquemos gente capaz y de confianza para un trabajo, esta vez en Quillabamba.
- ¿Y qué es lo que estaban haciendo por Pichari?
- Una huevada. Replanteo de lotes. Cuadramos el teodolito, alineamos direcciones y mandamos a los trocheros a tirar machete. Claro, en plena selva.
-¿No es muy peligroso?
- Bueeeeno… algo, pero si nos cuidamos no hay problema. Con decirte que el animal más feroz y que nos jode todo el tiempo es el mosquito. No te rías, al atardecer tenemos que ponernos repelente y prender fogatas por la “manta blanca” que es una nube de mosquitos que no te deja ver a dos pasos y se te mete por la boca, nariz, cuello… Claro que no pican como los zancudos que no te dejan dormir con su zumbido o como el tábano que tiene un aguijón que perfora la piel de un caballo. Pero con tu repelente, tu fogata y tu mosquitero la pasas bien.
- ¿Y las víboras?
- La gente del lugar está acostumbrada. Cada tarde regresan con una sarta de jergones, naca-nacas, coralillos, pashpas, loro-mashacos que cazan en el camino. Las víboras huyen del hombre y atacan solo cuando están acorraladas, a excepción claro, de la shushupe que es una de la más grandes y venenosas y persigue al hombre.
- La otra vez llegó un trochero en calzoncillos al campamento. Lo había perseguido una shushupe y se fue despojando de todas sus ropas y tirándolas. La víbora de detenía a destrozarlas mientras él sacaba una ventaja. Dicen que es la única forma de escapar.
- ¡Ah! Y tremendo susto que te diste con el sapo toro.
- Ah, sí. Estaba cansado, caminando por una trocha antigua y vi una gran piedra (¡queco…, si en la selva no hay piedras!); cuando quise sentarme la piedra saltó, croando asustada: era un sapo gigante, el sapo toro. Tremendo susto.
- En las noches buscamos una playa, encendemos una fogata y armamos las carpas alrededor. Las brigadas tienen su cocinero y su cazador que nos trae carne de monte  (sajinos, samanis, ronsocos, siguayros, pavas de monte…) y pescados (boquichicos, pirañas, palometas, doncellas, bagres…).  No me quejo de la comida.
- Después, conversamos y escuchamos música clásica. Edo tiene su tocadiscos y yo mi radio. Precisamente hemos venido a las galerías Boza a comprar discos en Héctor Roca.
- El ha comprado Karelia de Sibelius y yo la quinta, la sétima y la novena de Beethoven. No te imaginas que bestial es tirarse en la arena cerca de una fogata a mirar las estrellas y escuchar música clásica.
- Pero, ¿Toda la semana están abriendo trochas?
- No hombre, los viernes a las tres de la tarde llega un par de deslizadores para llevarnos al campamento de Pichari. 
- El viernes pasado Edo entró a una olla y casi se queda allí.
- ¿Cómo fue eso? ¿Qué es una olla?
- Un remolino, como una espiral que te jala hacia el fondo del río. El fuera de borda entró al borde de la olla y empezó a dar vueltas, el piloto forzó la máquina queriendo salir. Uno de los trocheros les tiró una cuerda y jalándolos con mucho esfuerzo pudimos sacarlos de la olla.
- En el campamento nos encontramos con la gente de las otras brigadas. Jugamos fútbol, ping-pong, ajedrez, etcétera y el que quiere se aprovecha para leer.
- Yo me estoy llevando medio metro de libros.
- Y,  el trabajo en Quillabamba ¿cómo es?
- ¡Bestial, hermano! Mira que Quillabamba es ceja de selva, sobre los ochocientos metros, la llaman “la ciudad del eterno verano”.
- Las hembritas son de primera y están botadas, esperando de rodillas que lleguen los ingenieros.
- Además la chamba  es diferente. Geodesia, topografía, pero sobre todo: desarrollo rural.
- Construcción de carreteras, puentes, obras hidráulicas como bocatomas, desarenadores, canales, filtros,…
- Viviendas rurales, centros cívicos, protección de riberas… ¡…ta,!  ¡Que hay de todo allí!
- Además es una ciudad muy bonita, con dos cines y un bulín. Trabajamos con diez asistentas sociales y diez educadoras del hogar, como veinte ingenieros, agrónomos  y civiles, topógrafos, cooperativistas, dibujantes…
- Cada ingeniero tiene su brigada y su camioneta, el trabajo es bestial, pero, eso sí, te tienes que sacar el alma. A veces trabajamos hasta sábado y domingo.
- Hemos armado equipos de fútbol,  básquet y  vóley y demás jugamos ajedrez, sapo, ping-pong y tenis.
- Y…  ¿Cuánto pagan?
- El sueldo es bueno. De cuatro a cinco kilos.
- ¡Sale caliente! Me convencieron. ¿A quién hay que matar?
- Mañana nos acompañas a la oficina con tus papeles  y….
Al día siguiente firmé el contrato para mi primer trabajo estable con la Oficina Nacional de Reforma Agraria (la ONRA) y con mis amigos y colegas Edo y Tewfick nos embarcamos rumbo a Quillabamba.  La primera etapa del viaje fue Lima - Arequipa. 15 años antes hice este viaje con mi padre. Empezaba a conocer el Perú y comencé a interesarme por la geografía de mi país. En la costa atravesamos una sucesión de desiertos y de valles. En los desiertos mi mente era hipnotizada por la monotonía del paisaje: sol ardiente, espejismos, arenales y dunas. En los valles me deleitaba con el verdor del campo y el paisaje que pasaba raudo por la ventanilla de la camioneta. Nunca perdí el goce del viajero, el empapar mi espíritu de colores, olores, sabores. El placer de la velocidad, de sentirse incorpóreo, leve.  La novedad, derroche de nuevas experiencias; el enriquecimiento del conocimiento, ese crecer personal. A los 8 años habían quedado grabadas muchas experiencias de mi primer viaje. Eran otras épocas, demoramos tres días en llegar. Pasamos peripecias por las pésimas carreteras, como Pasamayito, angosta trocha carrozable, camino de tierra bordeado de abismos y sembrado de cruces en los bordes en memoria de las tantas víctimas de accidentes de tráfico; los “doce kilómetros angostos”,  en las mañanas en un sentido y en las tardes en el sentido opuesto; Hormigas, pequeño pueblo fantasma, manzanas y manzanas de casas abandonadas, dizque por la peste. 
Ahora con la carretera pavimentada el viaje duraba solamente 24 horas.
La gastronomía fue siempre mi deleite.  Los chicharrones de Lurín, las manzanas de Cañete, los tamales de Chincha, las tejas de Ica, las naranjas de Palpa. Los camarones, los chupes, el adobo, el caldo blanco, los chocolates de Arequipa. Nuestro viaje se convirtió en un evento gastronómico.
El viaje en tren Arequipa-Puno-Cuzco fue para mí un motivo de reflexión. Entrar al mundo serrano y sentirme miembro de una minoría mestiza, el encontrar la grandiosa y variada riqueza cultural de esa población andina fue como reconocer a un ancestro, ver de cerca mis raíces o partes de ella que desconocía.
Me había sentido avergonzado porque en mi documento de identidad, mi libreta electoral, estaba registrado como de raza “mestiza”.  Al empezar a conocer la idiosincrasia andina, su visión de la cosmogénesis, sus mitos y leyendas, la dulzura del idioma, me enamoraba y enorgullecía de esa cultura. “In pluribus unum”, una en la diversidad, eso eran los quechuas.  No hay pueblos iguales. Variedad de ritos, músicas, comidas, vestimentas, costumbres, y sin embargo una misma idiosincrasia.
Estuvimos en el Cuzco lo necesario y suficiente para embarcarnos en tren a Santa Teresa, población que creció en la hacienda Huadquiña, propiedad de la familia Romanville, una de las más poderosas y temidas de la región. Después de trabar amistad en el tren, con Angelita, agraciada hija de un hacendado en La Convención, llegamos a Santa Teresa,  última estación del ferrocarril.  Nos esperaban dos camionetas para llevarnos, pasando por Santa María, Chaullay, Maranura hasta llegar a Quillabamba.
En 1964 estábamos a inicios del primer gobierno de Fernando Belaunde.  La revolución cubana seguía ganando adeptos,  El levantamiento de Hugo Blanco en el valle de la Convención, en el Cusco y las guerrillas de De la Puente Uceda fueron el motivo que presionó a los políticos a aprobar unas primeras normas legales sobre reforma agraria.
Quillabamba, la ciudad del Eterno Verano, capital de la Provincia de La Convención, las actividades principales son la producción de coca, café, cacao y frutales y la ciudad de Quillabamba es el centro comercial del valle.  Su aislamiento había generado un pueblo compuesto mayormente por familias de hacendados y comerciantes, muy conservadores.  A pesar de la tensión por el enfrentamiento de hacendados con campesinos, era una población acogedora, alegre.  “La Esquina”, era un cafetín en la plaza de armas, el principal centro de reunión, donde se saboreaba un café amargo en un ambiente de conversaciones, chismes, risas.  La plaza poblada por viejos árboles de mango, era testigo de la exuberancia de la naturaleza: camiones contratados por la Municipalidad para recoger la fruta tirada en la plaza y botarla al río. 
Era la una de la tarde cuando nos presentamos ante el ingeniero jefe, Benjamín que nos recibió con un pequeño discurso de bienvenida que marcaría el inicio de un lustro de arduos trabajos, alimentados por la generosa entrega propia de 50 jóvenes profesionales que tenían la oportunidad de servir con generosidad a la sociedad y a su patria. 
- “Bueno jóvenes, la ONRA, Oficina Nacional de Reforma Agraria, ha sido creada por el Presidente Fernando Belaunde para atender las justas demandas de los campesinos, prioritariamente en Cuzco, en los valles de La Convención y Lares. La semana pasada ha sido capturado Hugo Blanco, el principal dirigente y agitador del valle. Los sindicatos están organizándose para imponer condiciones al gobierno. Los abusos de algunos propietarios, así como la pobreza reinante es el caldo de cultivo donde se gestan revueltas. Por otra parte ley 15037 dispone la adjudicación de las tierras enfeudadas, un minifundio de 20,000 parcelas, respetando las tierras directamente conducidas por los propietarios, quienes serán compensados justamente por las tierras que se expropien. Nuestra misión es cambiar el panorama. La división de Ingeniería Civil está encargada del levantamiento de los planos de las haciendas y de las parcelas de los feudatarios y del desarrollo físico: carreteras, puentes, dotaciones de agua potable, centros comunales, viviendas, campos deportivos. Trabajaremos coordinadamente con la Oficina de Cooperación Popular que apoyará con materiales y asistencia técnica, aunque tienen pocos recursos. La división de Agronomía prestará atención técnica a todos los agricultores, para lo cual tendremos siete oficinas zonales donde trabajarán las asistentas sociales y educadoras familiares en planes de salubridad y desarrollo comunal. Las tareas serán coordinadas con las autoridades locales. Todo el personal foráneo se alojará en las casas que hemos alquilado para alojamiento y comedores.”
Luego nos llevó al comedor y nos presentó con el resto del equipo. Repusimos fuerzas con un suculento almuerzo. Luego nos envió al almacén donde nos dieron nuestro equipamiento básico y luego misión y destino: la Oficina de Santa María estaba abandonada: tenía que llegar, instalarme, descansar y al día siguiente ponerla operativa.
Me pusieron una camioneta con chofer y un ayudante: “el Chuncho” Zamora, un machiguenga urbanizado que trajo a su familia a la ciudad y trabajaba como guía en las brigadas de ingeniería.
La oficina de Santa María, a 40 kilómetros al norte de Quillabamba,  era una casa prefabricada de madera, aislada, construida en un promontorio, a la otra vera del río, frente al pueblo al que se llegaba por un puente.  El Yanatile era un río caudaloso, con rápidos, olas y remolinos, pero con algunos remansos en las orillas. Me instalé rápidamente, puse mi ropa en un rústico armario, y me preparé para un duchazo.
¡Qué tonto!, – pensé – teniendo el río a veinte metros pensar en la ducha. Me puse mi ropa de baño y salí.
- Acompáñame, Chuncho. Voy al río a bañarme.
- Inge, es bravo el río, pues.
- Mira, soy medio marinero, he vivido mucho tiempo junto al mar.
Efectivamente, nací en un puerto y desde los nueve años he pasado todas mis vacaciones de verano en la playa de Chancay. Mis amigos, hijos de pescadores me llevaron a pescar al Kaulán.  Este era el mayor de un grupo de grandes peñascos a cincuenta metros de la orilla, donde se estrellaban las olas: buen lugar para la pesca de roca. Llegué caminando, con la marea baja y a las cuatro horas, que pasaron sin sentirlas con la emoción de la pesca, me di cuenta que las aguas habían subido de nivel con la marea alta: no podría salir caminando y yo, recién llegado de la ciudad, no sabía nadar.  El orgullo me hizo callar.  Mis compañeros salieron uno a uno, nadando.  Yo me quedé al final, observando cómo se tiraban al agua, como movían los brazos y las piernas.  Llegó mi turno y haciendo de tripas corazón, até la sarta de pescados a mi cintura y me arrojé al mar.  Me hundí hasta el fondo y pataleé desesperado hasta salir a flote; moviendo los brazos y piernas no me hundía, tirando los brazos adelante y echándome en el agua moviéndome como observé que hacían mis amigos, comencé a avanzar.  Cuando llegué a la orilla, me sentí feliz con una sarta de pescados para asombrar a mi mamá y hermanos con mis nuevas habilidades. Estas fueron vacaciones de verano durante doce años, engreído por los pescadores del pueblo, pescando, mariscando, nadando, las que hicieron que me creyera todo un hombre de mar.
Entré al agua. Era un río torrentoso, con grandes rocas donde chocaba el agua con violencia. Así no me podía bañar, pero en la otra ribera había remansos formados por un codo del río.
Decidí cruzarlo, pero a las primeras brazadas perdí totalmente el control. Las aguas me aspiraban al fondo, me lanzaban contra las rocas, me daban volteretas. Me di cuenta de inmediato del peligro. Daba brazadas para salir a la superficie, me cubría la cabeza con los brazos para no golpearla contra las rocas, pensé “no hay que nadar contra la corriente” así que empecé, en los momentos que salía a la superficie, a dar brazadas en diagonal para acercarme a la orilla.
Luché largo rato pero no pude contra la potencia de las aguas.  Cansado al límite, ya sin fuerzas asomé la cabeza por última vez, sintiendo que iba a morir. En ese instante vi al Chuncho Zamora asustado, me seguía corriendo por la ribera, agitando los brazos. Miré al frente y contemplé el valle; una V formada por los verdes cerros con un hermoso fondo de nubes de formas caprichosas dibujándose sobre el azul del cielo, pensé en Tewfick y Edo, la pena que tendrían de haberme traído hacia mi muerte, en mis padres, mis hermanos, el dolor que sentirían. Pasaron en mi mente, como en una película, pasajes de mi vida, desde mis primeros recuerdos. Todo ocurrió en el instante que saqué la cabeza del agua, luego, un remolino me jaló al fondo del río. Sin un ápice de fuerza, me abandone resignado, - recíbeme, Dios – pensé y mi mente quedó en blanco.
- ¡Ingeniero, ingeniero! – Abrí los ojos y vi al Chuncho llamándome desde la otra orilla. Miré mi cuerpo, me toqué. – ¡Estoy vivo, no puede ser! – el río, me llevó al fondo y luego me depositó como a un despojo,  un cuerpo extraño, a la orilla de una pequeña playa en la otra ribera.
¿Por qué los jóvenes nos creemos indestructibles?  Tuve a la muerte tan cercana y no me asusté. En mi fuero interno me creía inmortal, o quizá presentía que mi momento final no había llegado.
Seguí las indicaciones del Chuncho y, aunque estaba agotado, tomé una senda al borde del río hasta llegar al puente frente al poblado de Santa María. El Chuncho me estaba esperando, todavía con cara de susto, con mis sandalias y toalla en las manos.
- ¡No le cuentes esto a nadie, eh!? – Contestó con una sonrisa cómplice. De ahí en adelante sería mi más fiel compañero en los cuatro años de trabajos en el valle.
Me preparé un café, salí y me senté en el suelo escuchando el concierto de chicharras que anunciaban el fin del día. Era las seis de la tarde. En lontananza, el cielo se hería de colores mientras  las sombras de la noche trepaban por los cerros.  A pocos metros la carretera, una angosta plataforma de tierra apisonada,  después el río con su eterno murmurar.  A la izquierda Chaupimayo, una hacienda donde se habían cometido crueles abusos, ahora pretendida por las víctimas.  A la derecha el angosto valle, bordeado por cerros cubierto de bosque.  Me gustó el nuevo mundo, tan primitivo, habiendo tanto por hacer.  Luego pensé en mi extraña salvación en el río.
Es una señal – pensé - para el comienzo de una vida diferente, me siento como un niño recién nacido: de hoy en adelante voy a aprender lo que verdaderamente significan las palabras y conocer lo que existe sin palabras que lo expresen o describan. Hoy he salido de la cárcel del alfabeto donde solo se puede vivir lo que se puede expresar con palabras. Hoy ha muerto el otro yo, educado por la sociedad para ser uno más de tantos. Hoy se toman de la mano mi razón, mis emociones y mi voluntad: la vivencia como el sexto sentido para aprehender la realidad. Ya no sé que es el amor, el odio, la guerra, la paz, nada. Todo tengo que conocerlo de nuevo, no por experiencias de segundas personas.
Entré a mi oficina, cerré los ojos, puse la mente en blanco y me dormí.  Soñaba con el mar, con el rumor de las olas, mas de pronto mi mente despertó alerta.  Afiné el oído. Extrañado me levanté y miré por la ventana. Una turba de unos cincuenta campesinos caminaban por la carretera portando antorchas, en dirección a mi oficina.
- ¡Tierra o muerte! – gritaban.
- ¡Causachum sindicato!
- Causachum, causachum!
Al acercarse a la casa uno gritó:
- ¡Hay que quemar las oficinas de la ONRA!
- ¡Fuego!, ¡Fuego!, ¡Fuego!, - coreaba la muchedumbre.
Era el sindicato. Las protestas por haber capturado hace unas semanas a su líder Hugo Blanco. Iban a prender fuego a la casa. Miré a mi costado: dos cilindros de gasolina. La camioneta, felizmente había retornado a Quillabamba, volvería mañana.
Ya estaban a veinte metros. Tomé una decisión, me puse apresuradamente las zapatillas, cogí una manta, hice un plan: esperar que estén frente a la puerta principal tratando de forzarla, yo saldría corriendo por la puerta trasera y me internaría en las chacras escondiéndome entre los árboles hasta que terminara el incidente.
Llegaron a la casa y empezaron a tirar piedras (yo miraba por una rendija de la pared). Un campesino se separó del grupo con un bidón de gasolina en una mano y una antorcha en la otra. En ese momento, todos callaron, se escuchó el sonido de un vehículo que se acercaba por la carretera.
- Es Valdivia – gritó uno – vamos tras él.


Valdivia era un hacendado dueño prácticamente de todo el poblado de Santa María, repudiado por el Sindicato. Los campesinos corrieron tras la camioneta que se dirigía a la casa hacienda. Di un suspiro de alivio. No ocurrieron más incidentes esa noche, aunque no pude cerrar un ojo. A la  mañana siguiente llegó la camioneta manejada por el negro Vásquez y con el Chuncho y  me llevó de retorno a Quillabamba.

26 may 2014

Quillabamba - 3 Yolanda y las hormigas


Yolanda y las hormigas
- Quillabamba se encuentra en el valle del Vilcanota que tiene una extensión aproximada de 200 kilómetros. En él  y en los valles y quebradas de sus afluentes existen 140 de las 700 haciendas cuzqueñas, en las cuales hay pequeños agricultores como feudatarios.  Son 20,000 parcelas cuyos planos tenemos que levantar para poder adjudicárselas a sus posesionarios. Algunos propietarios cometieron serios abusos con los feudatarios y la presión que han hecho los campesinos ha motivado estas medidas correctivas del Gobierno. Por eso estamos aquí. Juan, tú te vas a encargar de establecer una red geodésica para amarrar a ella todos los levantamientos topográficos.  Haz una lista de tus requerimientos de material, equipo y personal.
¡Dios santo!  Mi primer trabajo serio y me encargaban la geodesia, una de las ramas más difíciles de la ingeniería.  Acudí inmediatamente a mis libros.  Un profesor nos enseñó en la Universidad: - “Aquí les educamos la mente para aplicar con criterio conocimientos básicos.  La ingeniería civil es la madre de las ingenierías y es muy extensa, pero para eso están los Manuales y los libros técnicos.  Allí están todas las recetas del “como”.  Un buen ingeniero es como un buen cocinero, solo debe tener criterio y consultar las recetas necesarias”.
Mi trabajo consistiría en armar una cadena de triángulos sobre el terreno, esto es poniendo hitos de concreto y banderolas en la cima de cerros y midiendo los ángulos de estos triángulos con teodolito de precisión.  A esos hitos se iban a amarrar todos los levantamientos.
Lo primero que tenía que hacer era un reconocimiento del lugar, es decir subir, a algunas cumbres y hacer un perfil de los posibles puntos a elegir, de acuerdo a visibilidad y distancias.
Mi primer ramal de la cadena de triángulos era de Santa Teresa a Santa María, que fue parte de la hacienda Huadquiña y comprendía la quebrada de Chaupimayo, zona donde fue capturado Hugo Blanco, dirigente campesino que llegaría a ser congresista de la República.   Alfredo Romainville, un gamonal abusivo y a la antigua, fue su último dueño, su hacienda fue la primera afectada por la Reforma Agraria en el Cuzco.  A su muerte, todo su patrimonio fue heredado por Elvira Romainville que, a pesar de tener más de 80 años, se casó con Voter, un joven de 20, que tiempo después la internó como demente en el Hospital Larco Herrera, quedándose con su inmensa fortuna.
Me alojé en la antigua casa hacienda, me dieron el dormitorio principal, con un amplio ventanal que daba a un patio tipo colonial, con portales y una noria.  Al centro estaba clavado un tronco de dos metros. 
El viejo Villena era el ingeniero residente, jefe de la Unidad, me contó que allí amarraban a los campesinos castigados, untados de miel de chancaca, para que las hormigas carnívoras acabaran con él.  Romainville trataba a los campesinos como esclavos.  Los “arrendires”, por cada topo de tierra que les concedía en uso el terrateniente, tenían que pagarcondición”, como seis días de trabajo en la hacienda y un mes de “pongueaje”.  El “pongo” era prácticamente un esclavo.  Podía ser cocinero, lavandero, mensajero, enviado a los nevados a traer hielo, o al Cuzco a traer carga.  La mitani era el mismo servicio del pongo, pero para la mujer.  El patrón las escoge entre las más jóvenes para que se ocupen de la cocina, lavado y  con mucha frecuencia, para el refocilamiento del mismo gamonal o sus hijos.
Enrique Domanski, un ingeniero agrónomo compañero de trabajo,  era hijo de un hacendado de Paucartambo, y por él conocí los usos, abusos y costumbres de muchos terratenientes.  Cuando le pregunté si era cierto el “derecho de pernada” me contó que efectivamente, cuando había un matrimonio entre los campesinos, el patrón cobraba su derecho “desvirgando” a la novia.  Me contó que cuando cumplió 15 años su padre le regaló una mitani, indiecita de quince años, virgen, para que se inaugure como hombre y que después reemplazó a su padre para cobrar el derecho de pernada, desflorando a las hijas de los feudatarios antes de que las entreguen en matrimonio, hasta que ingresó a la universidad.
El caso del niño Abelito que figura en el expediente del juicio a Hugo Blanco es típico.  El hacendado Menacho ordenaba que le llevaran a su casa en el Cuzco, a una mitani para el servicio de su hijo - el “niño Abelito” -, la que era devuelta cuando quedaba embarazada, para ser reemplazada por otra.
Un día se produjo un amago de incendio cerca de un depósito de hojas de coca en una hacienda de Romainville.  Éste culpó al colono Melquiades Bocángel de ser el responsable del amago y, haciendo justicia con sus propias manos, hizo desnudar al inculpado, lo colgó de un árbol de mango y procedió a flagelarlo en presencia de toda la gente de la hacienda “como ejemplo y advertencia”.  El cruel castigo hubiera continuado si los propios hijos de Romainville no se arrodillan y llorando piden el perdón del presunto culpable.
El colono Cirilo Guzmán fue comisionado para conseguir un caballo y cargar un saco de café de 6 arrobas.  Como Guzmán no consiguiera el caballo, Romainville le hizo colocar el aparejo de animal como si fuera bestia de carga, le puso encima el saco de café, luego, haciéndolo caminar en “cuatro patas”, lo obligó a dar vueltas alrededor del matucancha, que es el patio para secar los productos.  Para que caminara más de prisa lo azotaba fieramente sobre espalda y piernas.
Hernando Vílchez quedó inválido por los maltratos inferidos por Romainville,  apodado el “Monstruo de la Convención” que unía a su crueldad el sadismo y la sevicia.  Un día, acompañado de su hermano y Esteban Góngora, fue a la casa de la tía de éste, ordenó a su hermano que la violara y luego, revólver en mano, obligó a Góngora que violase a su tía. En Cochabamba, a una mujercita la castigaron de tal forma con agua hirviendo y palmetazos en ambas manos que los médicos de Quillabamba no tuvieron más remedio que amputárselas.
Romanville estuvo coludido con las autoridades.  Hizo detener a los dirigentes que organizaron el Sindicato de Campesinos de Santa Rosa y Chaupimayo, y estuvieron presos dos años.
El castigo físico y hasta la muerte eran derechos que se mantenían respaldados por una guardia personal armada y la autoridad policial.  Hasta el ejército se encargaba de mantener el orden público, acallando cualquier reclamo o rebelión de los campesinos.
La presión campesina contra los abusos de algunos hacendados fue tal que las soluciones planteadas por el Gobierno de Belaunde fueron bien recibidas por muchos de ellos.  Los ingenieros y técnicos de la ONRA (Oficina Nacional de Reforma Agraria),  fuimos, poco a poco, aceptados tanto por los campesinos como por la gran mayoría de los propietarios.
De acuerdo con el viejo Villegas y con su apoyo, establecí mi campamento en la quebrada de Chaupimayo y empecé el reconocimiento del terreno elaborando los croquis básicos para proceder al trabajo.
Cierta vez, cuando subía a un cerro de la quebrada por un sendero escarpado, me encontré una línea oscura que lo cruzaba.  Miré con más detenimiento y descubrí que era una columna de grandes hormigas que transportaban unas semillas oscuras del tamaño de una uña.  Intrigado, me aparté del sendero y seguí la columna por unos cien metros, hasta una amplia cueva.  Al entrar, me choqué con otra persona que seguramente había seguido mi mismo impulso  llevada allí por su curiosidad.
- ¡Disculpe! - exclamé sorprendido al notar que era una bella mujer, rubia, opulenta, simpática,  sonriente.
- ¡Hola! - contestó, también sorprendida, - ¿quién eres tú?
- Soy Juan, ingeniero de la ONRA.  Estaba haciendo un reconocimiento de terreno cuando vi las hormigas y picado por la curiosidad, las seguí hasta aquí.
- Yo soy Yolanda, mucho gusto.  Vivo al frente, en Maranura. 
- ¡Yolanda!  ¡Qué bonito nombre!  Y ¿sabe lo que significa?
- No sabía que mi nombre tuviera algún significado.
- Proviene de dos vocablos griegos que significan “violeta” y “país o nación”, así que Yolanda significa “mujer del país de las violetas”.
- ¡Que interesante! Y ¿tú como sabes eso!
- Porque a mí siempre me gustaron las violetas, las flores… claro.  Su aroma es mi preferido.  Un día se me ocurrió consultar un diccionario antiguo de mi abuela y encontré que en griego, Ion significa violeta y laos, país, y Yolanda significa “del país de las violetas”.
- No lo sabía, y me agrada mucho saberlo.  A mí también me gusta el perfume de violetas.
- ¿Y qué está haciendo sola por aquí?
- Estoy aquí porque desde niña vengo de vez en cuando acá a buscar orquídeas.  También vi las cuquis y me dio curiosidad.
- Leí a Mauricio Maeterlink en “La vida de las Hormigas” y dice cosas asombrosas de ellas.
- ¿Cosas, como qué…?
- Sus sociedades se caracterizan por los trabajos especializados: las obreras, los soldados, las guardianas, los machos, las reinas.  Además por la comunicación entre individuos y la capacidad de resolver problemas complejos.  Su organización, sus construcciones, sus crianzas, sus cultivos.  ¿Sabías que a las colonias de hormigas se les considera como un superorganismo, es decir, tienen una comunicación precisa entre ellas para trabajar y vivir en función a la colonia, como si fueran una sola mente? ¿Sabías tú que algunas especies crían pulgones en unos establos con hormigas guardianas que evitan que escapen,  los ordeñan para alimentar a sus hormigas reinas y a las larvas, y otras cultivan hongos para alimentarse? ¿Sabías que construyen especies de ciudades, con entradas resguardadas, áreas de descanso, áreas de depósito, guarderías de larvas, etc.
- ¡No te creo!  A ver.  Vamos a mirar si es cierto.
Nos internamos en la cueva y efectivamente, vimos a las obreras transportando semillas, hojas, granos, pequeñas ramas.  A los costados de las filas estaban las hormigas soldados, de grande tenazas, que evitaban que las obreras se aparten del grupo. La ciudad de las hormigas, externamente, tenía calles tapizadas por semillas planas que daban a unos agujeros donde seguramente estaban las áreas de uso especializado. También encontramos varios corralitos con pulgones blancos, gordos, pastoreados por hormigas guardianes.
Estuvimos largo rato echados sobre el suelo, observándolas y comentando.
Su proximidad me enervó.  Al estar echada boca abajo me mostraba sus senos.  Al rozarme, sentía el calor de su cuerpo.  No pude evitarlo, inconscientemente deslicé mi mano por la curva de su cintura sintiendo a través de la seda de su vestido la suavidad y calor de su piel.  Se incorporó sorprendida.
- ¡Qué pasa! - preguntó.
Me sacudí como saliendo de un trance, sorprendido también.
- ¡Disculpa, por favor!  Te juro que fue involuntario.
Se sonrió comprendiendo mi turbación. Era de mi edad o mayor, pero tenía mucho más mundo que yo, que era solo un muchacho tímido e inexperto.  Así lo comprendió.
- No te preocupes - me dijo - ¿tienes novia, enamorada?
- ¿Yo…? No.
Una pícara sonrisa de simpatía brilló en su rostro.
- ¿Alguna vez has estado con una mujer?
Me sonrojé.  No me atrevía a contestarle.  Ella tomó mi mano y acercó su cuerpo al mío.
- Si vieras tu cara. Estás asustado. Tranquilízate.  No tengas miedo.
Fue demasiado para mí. La abracé e intenté besarla.
- ¡Hey, hey, para la mano! - me dijo. - Eres un muchacho muy tierno y atractivo, pero no te apresures, antes tienes que aprender algunas cositas de nosotras, las mujeres.
Estaba avergonzado.  Había perdido el control y seguía excitado.
- Mira Juanito, te voy a enseñar algunas cositas que te van a hacer más hombre.  Es “como tratar a las mujeres”, como darles lo que quieren sin imponer lo que tú deseas.  Es acomodar tu voluntad con la de ella.  Ven, te voy a enseñar cómo se besa, tú no hagas nada.
Se acercó a mí, puso su mano en mi nuca y suavemente tocó mi boca con su boca. Sentí algo muy especial, y no era pasión sino… ¡ternura!
- ¿Entendiste? Regla número uno: La ternura precede a la pasión.  A ver, repitamos la prueba.
Esta vez fui yo quien la atrajo suavemente y no la besé, la abracé como a una niña, acaricié su pelo, sus mejillas, tomé su cara entre mis manos, sonriendo la miré a los ojos y la besé delicadamente en la punta de la nariz.  Ella no esperaba esto y se turbo,  bajó la mirada, escondió su rostro en mi pecho y me abrazó, fuerte, sin decir una palabra. Después, lentamente se separó, con voz muy dulce me dijo, tomándome de la mano:
- Juan, eres muy tierno… Vamos, que va a empezar a oscurecer.
Bajamos en silencio hasta la entrada al pueblo.  Me apretó la mano, despidiéndome.
- Juanito, has sido un alumno muy aplicado.  Hasta mañana.
Todo esto era una experiencia nueva para mí.  Mi trato con mujeres siempre había sido torpe: me intimidaban.  Yolanda era diferente a las mujeres que había conocido.  Sensual pero sencilla, franca, sin perjuicios, alegre, amistosa.  A pesar de lo poco que conversamos nos habíamos hecho amigos. Sentía que me había otorgado su amistad gratuitamente.
Al día siguiente, después del trabajo, volví a la cueva con la esperanza de verla, y… en efecto, estaba allí, concentrada leyendo un libro.
Me acerqué por su espalda y vi que leía: rimas de Bécquer. Silenciosamente, me alejé unos pasos y engolfando la voz, empecé a recitar:

"Volverán las oscuras golondrinas,
de tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a tus cristales,
jugando llamarán...”

Volteó la cara sorprendida:
- ¡Juan!  No me digas que te gusta la poesía ¿nó?
- Claro que me gusta la poesía.  Bécquer era uno de mis poetas predilectos. Te podría recitar muchos versos de él - y continúe declamando.
Ella me contestó con otra rima de Bécquer y esto se convirtió en una contienda hasta que me rendí, casi agoté las rimas conocidas y ella siguió recitando, feliz de su triunfo hasta que agotada se sentó riendo a mi lado.
- Te gané, exclamó. Ya agotaste tu repertorio. Se acabó tu poesía

- “No me digas que agotado su tesoro,
De asuntos falta enmudeció la lira.
Podrá no haber poetas pero siempre
Habrá poesía

- contesté
- Esa no la conocía, es muy bonita - dijo enternecida, mirándome los ojos.  Aproveché el momento para completar la rima mirándola en los ojos:

-“Mientras haya unos ojos que reflejen,
los ojos que los miran,
mientras responda el labio suspirando,
al labio que suspira,
mientras sentirse puedan en un beso,
dos almas confundidas,
mientras exista una mujer hermosa,
¡habrá poesía! 

No necesitamos más, nos juntamos lentamente, cerrando los ojos, y nos besamos largamente, dulcemente.  Luego nos separamos asustados por nuestra temeridad.  Avergonzados por habernos dejado llevar por el romanticismo en exceso.  Quedamos un rato en silencios, sin mirarnos, contemplando a las hormigas.
La dejé en la puerta de su casa.  Estaba sola, sus padres en la hacienda, sus hermanos en el Cuzco, en el colegio.  Regresé cambiado al campamento.
 Durante un mes nos volvimos a encontrar tarde a tarde en la cueva de las hormigas y conversábamos.  Ella me enseño a conocer a la mujer, admirarla, sentir su feminidad, respetarla y quererla.  Y también me enseñó algo muy valioso:  La amistad.  La amistad es un amor sin compromiso, sin perjuicios, sin cadenas, sin condiciones, sin límites.  Cuando abandoné la zona nos despedimos felices porque nos habíamos hecho amigos y sabíamos que nos volveríamos a ver y seguiríamos siendo los mismos.